Por Eduardo Rodríguez Solís
Este es un escrito que yo quiero que llegue a los
dominios eternos de los dioses de esta Tierra y de todos los planetas. Cuando
lo concluya lo voy a aventar por todos lados y voy a hacer nacer vientos que se
lo lleven para arriba, hasta cerca del Sol y la Luna, y las estrellas. Ojalá y
mis deseos se hagan realidad. Y si no es posible esto, por lo menos descansará
mi alma. Claro que sí.
Si alguno de los dioses lee las palabras y
entiende mi sentir, que me ayude en el trance. Que derrame sobre mí y sobre el
universo que me rodea cosas benignas. Que haga lo que su voluntad quiera. Y que
sea lo que los ángeles (que también son dioses) digan.
Enfrente de mi casa respira un muchacho de la
China, que es muy sonriente y un tanto jovial. Una vez me vio que yo tiraba
restos de lo que fue una pecera. Alguien había dejado estos plásticos y demás
en el patio de una casita que rentamos. Yo me llevé todo este mugrero a mi casa
y lo estaba colocando, en cierto orden, para que se lo llevara el camión de la
basura. El muchacho de la China me dijo que él se interesaba por esas cosas, y
que él iba a armar de nuevo ese rompecabezas de plásticos. Recogió entonces los
pedazos de la pecera.
Luego, me invitó a entrar a su casa y me mostró
una pecera gigantesca, repleta de minúsculos peces de colores. Qué belleza de
visión. A través de los ventanales se veía una parte del Jardín del Edén.
Supe después que ese monumental reino submarino se
había venido abajo, y todos los peces habían muerto. Fallaron las bombas de
oxígeno o hubo desidia o flojera en el muchacho de la China.
Ese mismo hombre tenía dos perros, muy bien
alimentados. Estos animales grandes eran grandes amigos de un perrillo negro,
que se deslizaba por debajo de una barda de madera. El animalito era propiedad
de una señora, que en otros tiempos fue cantante popular.
Este pequeño can también se salía de “sus casas” y
andaba corriendo de jardín en jardín, y hasta se pasaba del otro lado de la
calle. Y cuando un desconocido aparecía, ladraba con mucho ímpetu, y parecía
que avisaba de los peligros que traían los desconocidos.
Hasta que llegó a la calle donde yo vivo una
muchacha vietnamita. Ella era la encargada de repartir el correo, que es igual
a los emails que recibimos en la computadora: 70% de mugre, contra 30% de cosas
que valen la pena. Pero esta muchacha, chaparrita, muy bonita, les tiene miedo
a los perros. Y esta virtud se les transmite a los perros, y entonces los
animales le ladran con fuerza… Y uno piensa, de verdad, que uno se va a morir
devorado por ese perro cochino, que no tiene mamá.
La muchacha vietnamita hace un reclamo a las
oficinas del gobierno de la ciudad y transmite la peligrosidad del perrito
negro. Y entonces un día llega a la calle donde yo vivo una chica que trabaja
para la Ciudad, y viene en una troca y lleva vestimenta de explorador de las
selvas. Saca sus enseres y prepara una jeringa, que luego coloca en una
pistola, y zas, todo está listo.
La exploradora apunta su arma hacia el perrito
ladrador y “peligro de la sociedad”, y zas, por poco se autoclava la jeringa
que te puede dejar dormido medio día. Y la jeringa, que lleva unas tiras de
color naranja, queda a escasos milímetros de una de sus botas.
Entonces prepara otra carga, pero no se ha dado
cuenta que la pistola, cuando la disparas, se mueve con fuerza a la derecha. Y
ni con chochos piensas que hay que sujetar el arma con las dos manos. Luego
viene el segundo disparo y hay una falla de unos veinte pies.
Ante los ruegos “de que deje en paz al perrito,
porque no hace nada”, decide la exploradora de las selvas dejar una nota en la
puerta del muchacho de la China. Todos los vecinos ahí reunidos, amigos del
perrito peligroso, respiran, porque la exploradora se ha ido con su troca, que
nunca paró su motor, para conservar cool su cabina. (Treinta minutos de gasto
innecesario de combustible o impuestos de la gente.)
Cuando toda la tempestad que daba vueltas
alrededor del perrito simpático termina, alguien me dice que el muchacho de la
China anda con la idea de deshacerse de sus dos perros grandes.
Qué tristeza embarga a los amantes de los animales
que los dioses pusieron en nuestro mundo para acompañarnos en el camino de la vida.
Los peces mueren y gatos y perros son lanzados a la calle porque la gente se ha
quedado sin corazón. Y hasta los dardos asesinos con sus adornos de carnaval se
vuelven cosa de todos los días. (Pero qué bueno que la destreza se ha ido de
las manos del hombre. Así los dardos caen donde no deben.)
¿Y los dioses y los ángeles donde se han quedado?
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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