Por Eduardo Rodríguez Solís
Pues resulta, mis queridos
amigos, que Andrés Monjardin era un aventurero de marca. Hacía cosas
sorprendentes, y era a veces una especie de Houdini, escapista de fama. Se
había lanzado dentro de un barril en las Cataratas del Niágara y había volado,
como buena gaviota, desde el balcón del Ángel de la Independencia hasta el
suelo de Paseo de la Reforma, en la ciudad de México. Desde la parte alta de la
Torre Eiffel, en París, se había lanzado en paracaídas, y había atravesado a
nado, de Francia a Inglaterra, el canal de los mares, en el peor de los
inviernos.
Pero ahora estaba en Nueva
York, pasando de un edificio a otro, a sesenta pisos de altura, desde el Empire
State Building a otro alto edificio. Hacía su acto dos veces al día y muchísima
gente echaba dólares en un sombrero de copa del abuelo de Andrés Monjardin.
Su camino era un cable trenzado
de acero, restirado de lado a lado. Y Andrés Monjardin se deslizaba con sus
zapatillas de estudiante de ballet. Llevaba en su viaje una barra que agarraba
con sus manos.
En dos puntos de su peligroso
trayecto celebraba una machincuepa, que es un brinco girando dos veces su
cuerpo, para luego caer en el cable de acero. Entonces la gente gritaba,
aplaudía y hasta aullaba. Y muchos (casi todos hombres) se tapaban los ojos
ante el posible terror de una caída.
Y en uno de sus cruces, un día
experimentó algo extraordinario. A medio cable de acero se encontró con un
caracol que se deslizaba en sentido contrario. Detuvo entonces sus movimientos,
pues tuvo miedo de aplastar al caracol.
El caracol lo miró para arriba,
y le dijo lo siguiente: “Todos los caminos son para todos. O te mueves tú o me
muevo yo. Alguien tiene que tener el paso.” Andrés Monjardin pensó que lo mejor
era efectuar una machincuepa, aventando el cuerpo para delante. Y lo hizo.
Pero algo falló, y el
aventurero del mundo se vino abajo.
El caracol observó la tragedia
y siguió con su lento desplazamiento.
Y resulta que la caída de
Monjardin coincidió con una ráfaga de viento que corrió entre los altos
edificios. Y el cuerpo del famoso aventurero, dando tumbos en el aire, llegó
hasta el río Hudson.
Unos marineros lo vieron caer y
dieron vuelta con su ferry. Le aventaron un salvavidas, y el Andrés Monjardin,
de verdad, volvió a nacer.
El caracol equilibrista siguió
con su vida trashumante, y nunca más volvió a cruzar un cable trenzado de
acero.
Monjardin dejó su vida de
peligros y se dedicó a hacer animalitos de origami. Se supo apropiar de una
banca en Central Park, en Nueva York, y mucha gente lo veía ahora haciendo
maravillas con sus pedazos de papel.
El sombrero de copa del abuelo
de Andrés Monjardin se seguía llenando de monedas y dólares. (Gracias a esto,
todavía se podía comer.)
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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