Tuesday, July 23, 2013

GARABATO No. 17





Por Eduardo Rodríguez Solís


      Pues resulta, mis queridos amigos, que Andrés Monjardin era un aventurero de marca. Hacía cosas sorprendentes, y era a veces una especie de Houdini, escapista de fama. Se había lanzado dentro de un barril en las Cataratas del Niágara y había volado, como buena gaviota, desde el balcón del Ángel de la Independencia hasta el suelo de Paseo de la Reforma, en la ciudad de México. Desde la parte alta de la Torre Eiffel, en París, se había lanzado en paracaídas, y había atravesado a nado, de Francia a Inglaterra, el canal de los mares, en el peor de los inviernos.
      Pero ahora estaba en Nueva York, pasando de un edificio a otro, a sesenta pisos de altura, desde el Empire State Building a otro alto edificio. Hacía su acto dos veces al día y muchísima gente echaba dólares en un sombrero de copa del abuelo de Andrés Monjardin.
      Su camino era un cable trenzado de acero, restirado de lado a lado. Y Andrés Monjardin se deslizaba con sus zapatillas de estudiante de ballet. Llevaba en su viaje una barra que agarraba con sus manos.
      En dos puntos de su peligroso trayecto celebraba una machincuepa, que es un brinco girando dos veces su cuerpo, para luego caer en el cable de acero. Entonces la gente gritaba, aplaudía y hasta aullaba. Y muchos (casi todos hombres) se tapaban los ojos ante el posible terror de una caída.
      Y en uno de sus cruces, un día experimentó algo extraordinario. A medio cable de acero se encontró con un caracol que se deslizaba en sentido contrario. Detuvo entonces sus movimientos, pues tuvo miedo de aplastar al caracol.
      El caracol lo miró para arriba, y le dijo lo siguiente: “Todos los caminos son para todos. O te mueves tú o me muevo yo. Alguien tiene que tener el paso.” Andrés Monjardin pensó que lo mejor era efectuar una machincuepa, aventando el cuerpo para delante. Y lo hizo.
      Pero algo falló, y el aventurero del mundo se vino abajo.
      El caracol observó la tragedia y siguió con su lento desplazamiento.
      Y resulta que la caída de Monjardin coincidió con una ráfaga de viento que corrió entre los altos edificios. Y el cuerpo del famoso aventurero, dando tumbos en el aire, llegó hasta el río Hudson.
      Unos marineros lo vieron caer y dieron vuelta con su ferry. Le aventaron un salvavidas, y el Andrés Monjardin, de verdad, volvió a nacer.
      El caracol equilibrista siguió con su vida trashumante, y nunca más volvió a cruzar un cable trenzado de acero.
      Monjardin dejó su vida de peligros y se dedicó a hacer animalitos de origami. Se supo apropiar de una banca en Central Park, en Nueva York, y mucha gente lo veía ahora haciendo maravillas con sus pedazos de papel.
      El sombrero de copa del abuelo de Andrés Monjardin se seguía llenando de monedas y dólares. (Gracias a esto, todavía se podía comer.)


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


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