Por Eduardo Rodríguez Solís
El joven Mauricio se levantó
temprano y se vistió todo de azul. Echó una manzana a su mochila y se salió de
la casa. Quería ir hasta el mar, pero no tenía ni vehículo ni dinero.
Entonces se fue a una calle que
tenía mucha circulación de coches, y se puso a hacer la señal de “denme un
aventón, por favor”.
Estuvo ahí respirando los gases
de vehículos de muchos colores. Pero nadie se apiadaba de él.
Hasta que alguien le tocó la
espalda. Era una muchacha que tenía la cara llena de pecas. Tenía un acento
extranjero.
--Te vi parado, pidiendo
aventón, y me detuve –dijo la muchacha--. Y aquí estoy, después de haber dejado
mi coche en la gasolinera de la esquina.
--¿Y por qué me has tocado la
espalda? –preguntó Mauricio.
La muchacha habló. Dijo que se
llamaba Alma del Corazón y que estaba en su día libre, y que ella lo podía
llevar a donde quisiera.
En silencio, caminaron hasta la
gasolinera. Y ya dentro del coche rojo, Alma del Corazón preguntó:
--¿Y a dónde quieres ir?
Mauricio habló de su necesidad
de estar cerca del mar. Pero dijo que Galveston estaba muy lejos.
--No te preocupes –dijo la
muchacha.
Iban por el freeway a buena
velocidad y, para animar la acción, Alma del Corazón puso la radio. Entonces el
rock se escuchó.
--A mí me gusta el rock –dijo
la muchacha.
--Yo prefiero la música clásica
–dijo Mauricio--. Esos ruidos organizados son muy buenos para equilibrar los
espíritus.
Hablaron de música, que “Hotel California”
era un rock fabuloso, que tenía acentos del folklore mexicano. También
mencionaron a un religioso llamado Antonio Vivaldi que tenía los cabellos rojos.
Cuando se vislumbró a lo lejos
el mar, se orillaron a la derecha de la carretera y se detuvieron en la zona de
seguridad. Y se subieron al techo del auto rojo… Ahí se sentaron y se pusieron
a ver el panorama.
El mar estaba tranquilo. Casi
no se movía. Parecía un inmenso espejo donde rebotaban los rayos del sol… Había
aves que lo rozaban. Seguramente eran gaviotas grises y blancas.
--Las gaviotas planean y se
dejan ir con el viento –dijo Mauricio.
--A mí me gustaría ser una
gaviota –comentó Alma del Corazón.
Se volvieron a trepar al coche
rojo y prosiguieron con su viaje. Sintonizaron una estación de música clásica,
y casualmente escucharon “El Invierno”, de Vivaldi.
El compositor italiano, con su
arte y su pasión, hizo que los jóvenes se sintieran casi cerca del cielo.
--Qué delicia –dijo ella.
--Qué portento –dijo él.
Llegaron a Galveston y se
estacionaron en la calzada que corre pegada al mar.
Sin zapatos, caminaron en la
arena, y se acercaron al filo del agua, que estaba fría. Recogieron algunas
conchitas y se sentaron al principio de un rompeolas.
En un momento, el mar se
encabritó y los llegó a mojar. Y fue entonces cuando probaron la sal.
--El agua salada es medicinal
–dijo Mauricio.
--Me gusta su sabor –dijo Alma
del Corazón.
Se quedaron en el rompeolas hasta que
anocheció, y entonces compartieron la manzana de Mauricio… La fueron mordiendo
poco a poco. Primero, la mujer probaba la miel, y después, venía el turno del
muchacho… Al final, arrojaron al mar el último trozo.
Entonces imaginaron que el Emperador del Mar
probaba la miel de la manzana. Y lo vieron salir de las aguas. Y ya que lo
tuvieron cerca de ellos, recibieron, cada uno, una perla muy brillante.
Depositaron las perlas
(imaginarias) en una caja de cartón.
Al paso del tiempo, las perlas
se multiplicaron y muchas se volvieron nuevas estrellas.
Mauricio y Alma del Corazón,
después de dejar atrás a Galveston, con su mar, a veces quieto, a veces bronco,
se fueron por caminos distintos.
Llegaron a Houston. Ya casi no
había coches. La ciudad estaba medio adormilada. Ya todas las televisiones
estaban calientes y transmitían rutinas violentas o acciones donde el sexo
estaba en primer plano.
Los jóvenes no se volvieron a
ver. Había un abismo muy profundo entre ellos.
Sus vidas se habían cruzado,
pero todo había sido casualidad. (Todo fue como una moneda que se arroja y gira
que gira en el viento de nuestros días.)
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)