Thursday, October 4, 2012

PISANDO NUBES DE ALGODÓN



 

     
 Por  Eduardo Rodríguez Solís


      Juan Pirulero vivía muy cerca de los territorios de Dios. Era propietario de una cueva con su entrada color rojo. Por eso algunos distraídos decían que quien vivía ahí era casi un pariente del diablo. Pero, no. Esa era una gran mentira. En su mundo no había lugar para el ángel malo, que era el diablo.
      Él, como hemos dicho, vivía cerca de Dios, porque su cueva estaba en un cerro que se llamaba Chiquihuite. En la cúspide de este pico geográfico que señalaba hacia el cielo descansaba una gran cruz de cemento, que alguna vez edificaron unos excursionistas para recordar a un amigo que se había desbarrancado en ese lugar del Norte de la ciudad de México.
      Ese cerro del Chiquihuite (vocablo náhuatl que quiere decir “canasto”) lo usaban todos los excursionistas cuando empezaban sus entrenamientos para subir, después, al volcán Popocatépetl. Por eso, alrededor de la gran cruz de cemento había muchos banderines con los escudos de los grupos de escaladores.
      Pero Juan Pirulero decía otra cosa. Y señalaba que cada bandera tenía los colores de un santo de fama.
      Había entonces presencia divina. Estaba San Baltazar, que era el patrón de los desposeídos. Sus colores eran azul y verde. También por ahí se veía a Santa Bárbara, que protegía a los guerreros. Sus colores eran el dorado y el negro.
      Tenía Juan Pirulero un amigo que se llamaba Pachito Eché. Este era muy moreno, por lo que en las noches casi no se le veía.
      Este Pachito Eché era de los ricos de la montaña. Él no habitaba una cueva. Vivía en una casa de cartón, papel y madera.
      Pero cuando llovía con ganas, tenía que abandonar su casita, y se iba a refugiar a la cueva roja de Juan Pirulero.
      Nuestros amigos montañeses (Juan y Pachito) andaban juntos y se les veía por todos lados. Eran como hermanos. Y si uno conseguía un buen plato de frijoles con tortillas, compartía los alimentos.
      Una vez ayudaron a un hombre viejo a cambiarse de casa. Anduvieron cargando cajas y muebles, y lo hicieron de sol a sol. Y obtuvieron como pago unas monedas, que casi no conocían.
      Con esos centavos se fueron a buscar a una mujer que se llamaba María la O. Ella era una excelente tamalera, que vendía su sabroso producto por todos lados. Y hasta uno que otro loco decía que los tamales de María la O, eran alimento divino, porque estaban envueltos con hojas de los elotes que crecían al lado del santuario de la virgen de la Soledad.
      Comieron sus sabrosos tamales (de mole con pollo y de carne de cerdo con salsa verde) y acompañaron su alimento con atole de fresa. (Se creían príncipes aztecas.)
      Trabajaban los amigos montañeses con mucha fuerza y dedicación, y pensaban siempre en los alimentos divinos de María la O.
      Un día soleado, caminando por el tianguis que se organizaba los domingos al pie del cerro del Chiquihuite, encontraron un puesto donde vendían discos viejos. Y ahí, se quedaron con la boca abierta cuando tuvieron en sus manos un disco de setenta y ocho revoluciones, con dos canciones interpretadas por la soprano María del Mar. De un lado estaba “Farolito”, de Agustín Lara. Del otro, se encontraba “María la O”, de Ernesto Lecuona.
      Pachito Eché sacó dos pesos, y Juan Pirulero aportó tres. Y se fueron felices con su tesoro.
      Hicieron trabajo de investigación y llegaron, después de varios días, a la casa de un prestamista de nombre Arturo Albarrán, quien era dueño de un tocadiscos viejo, marca Philco.
      Entonces negociaron.
      --Ustedes me barren bien el patio y yo los dejo escuchar dos veces su disco –dijo Arturo Albarrán.
      Después de su agotadora tarea, escucharon por primera vez “María la O”, cantada por la soprano María del Mar. Y se quedaron embrujados, y se fueron del lugar como si estuvieran pisando nubes de algodón.
      Desde ese día, juntaban sus centavos para los tamales de María la O. Pero guardaban fuerzas para barrer y luego escuchar dos veces la bella canción de Lecuona.
      Pasó el tiempo, los gobiernos se turnaban pero todo seguía igual. Pobres aquí, ricos allá.
      María la O, la tamalera, se enamoró de un teniente del ejército, y se fue a vivir al puerto de Veracruz. Ahí, lejos, siguió haciendo sus deliciosos manjares.
      Juan Pirulero y Pachito Eché continuaron con su rutina de juntar monedas para sus tortillas y sus frijoles.
      Ya no había tamales divinos, pero les quedaba la bella música de “María la O”.
      Semanalmente, el prestamista Arturo Albarrán tenía su patio barrido.
      No había tamales, pero el embrujo de la música los mantenía con una esperanza, lejos, detrás del horizonte.
      Cuando dinamitaron el cerro del Chiquihuite, ya que se había la idea de hacer una autopista muy ancha, los montañeses, todos, tuvieron que emigrar.
      Con el tiempo, cayó en el olvido el proyecto de la carretera y se construyó a medias una iglesia, que luego se volvió un asilo de ancianos, y una mujer vestida de rojo encontró, en los enormes basureros que se hicieron a la altura de la gran cruz de cemento, el dichoso disco de setenta y ocho revoluciones…
      --“Farolito” y “María la O” –dijo la mujer de rojo--. Canciones viejas que entonaban los abuelos.

 
 
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)           

1 comment:

  1. Este cuento ha quedado de primera. Y digo esto porque la ilustración que se le puesto es excelente. Es como agarrar al cuento para vestirlo c0n un modelo Pierre Cardin. Una cosa es escenificar Hamlet de Shakespeare con telones negros atrás, sin ningún detalle de color. En cambio, si haces esta obra teatral con una escenografía prodigiosa, lo que pretende el autor llega más lejos. Por eso digo que la esfera verde, que cuelga de una repisa, merece un aplauso de media hora.

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