Saturday, September 1, 2012

ESCALERA PRODIGIOSA


 
 

Por Eduardo Rodríguez Solís


      El viejo vivía cerca de una avenida que tenía mucho movimiento de autos y camiones.
      Cuando él llegaba a esa especie de río que se movía en dos sentidos, y quería pasar al otro lado, tenía que utilizar un puente, al que le decían “peatonal”.
      Estando uno trepado en el puente, todo vibraba y parecía que se iba a caer. Pero ese puente no se venía abajo, aunque a veces recibía golpes que lo debilitaban.
      Cruzando ese puente, el viejo recordó que ahí, y sólo ahí, empezó su absurda manía.
      Durante un día muy soleado, encontró unas dos docenas de lápices a mitad del camino. Se veían nuevos desparramados sobre el cemento.
      Los recogió todos y se los echó en las bolsas de sus pantalones.
      Ya en su soledad, en su humilde vivienda, los observó cuidadosamente.
      Pensó que con los lápices se podía hacer una escalera muy larga. Sí. “Una estructura de madera que empiece en la Tierra y termine en la luna.” ¿Por qué no?
      Subiendo a la luna (pensaba el viejo), se mete uno en otro universo… Se fracturan entonces costumbres y se interna uno en otro mundo.
      Él, el viejo, veía a la luna como un gran jardín lleno de flores. Por eso se imaginaba caminando por sus senderos cubiertos de rocas de río y cortando algunas flores. Eran ornamentos que hablaban de la vida.
      --Hay que embellecer la existencia –se decía--. Y llenaba su canasta.
      Después, estando todavía en aquel planeta de los enamorados, llegaba a un refugio que tenía, entre unas rocas inmensas.
      Pero había que construir la escala, y se necesitaban muchos lápices. Al viejo le encantaban sobre todo los lápices amarillos.
      --El amarillo es el color del sol –se decía.
      El viejo, que quería juntar lápices para subir al jardín de las delicias, se había jubilado de las oficinas del telégrafo. Siendo muy joven, quiso hacer una bitácora de los mensajes enviados, pero el tedio y la desesperanza suspendieron la labor.
      Sólo le quedaban algunos recuerdos de su trabajo. Su gorra, su mandil o delantal y cuatro cuadernos con su truncada bitácora.
      Ah, pero había algo de ese pasado que le hacía sentir un poco de orgullo. Se trataba del hecho de que cuando fue telegrafista en la frontera, cerca de Ciudad Juárez, conoció a un colega americano que se llamaba Orso Kelly, y que alguna vez, durante un periodo de muchas tormentas, firmaba sus mensajes como O. K.
      O. K., con el tiempo, se volvió una costumbre americana. O. K. quería decir que todo estaba bien, y bajo control.
      El viejo, con su cheque de jubilación apenas si subsistía, por lo que tuvo que rascar por aquí y por allá… Hasta que descubrió que era muy bueno para hacer dibujos.
      Buscaba entonces en los botes de basura cajas vacías de cereal, y recortaba rectángulos del cartón, y atrás, en la parte gris, hacía sus dibujos. Al pie de cada ilustración siempre escribía un verso extraído de algún poema.
      Luego, se iba a un tianguis o mercado, que funcionaba los domingos, donde vendía sus dibujos.
      Para su creación, lo único que necesitaba era un plumón negro y sus cartones, que compraba en una tlapalería, que era propiedad de Sufragio Efectivo Álvarez, un oaxaqueño de corazón. Este hombre casi le regalaba sus plumones. Se los daba a mitad de precio.
      El viejo una vez le hizo dos preguntas: ¿por qué él se llamaba Sufragio Efectivo? ¿Y por qué su establecimiento era una tlapalería?… Sufragio Efectivo dijo que llevaba ese nombre porque su padre, al haber visto tantas veces el lema “sufragio efectivo, no re-elección”, al pie de muchos oficios que llegaban a su escritorio, cuando era un tinterillo en las oficinas del gobierno, pensó que había descubierto el nombre perfecto para su hijo.
      Enseguida, el oaxaqueño dijo que tlapalería venía del náhuatl “tlapalli”, que significaba “color para pintar”, y que en una tlapalería, además de encontrar colores para pintar, se podían conseguir clavos, tornillos, tablas de madera y muchas cosas que se necesitan en la casa.
      Pues bien, el viejo de nuestro cuento, empezó a trabajar seriamente en su escalera para llegar a la luna. Se encontró una mochila color guinda, y se la echó a la espalda… Y en ella empezó a meter lápices amarillos. Luego, buscó en la basura envases vacíos de mayonesa, y los lavó con esmero. Ahí guardó también sus lápices.
      Después, alguien le regaló un ropero que, aunque frágil y viejo, podía convertirse en el perfecto almacén para sus lápices amarillos, luego de ser reparado.
      A menudo, soñaba en la construcción de su escalera, que lo iba a llevar a la luna… Caminaba (en sus ensueños) alrededor de los cráteres de aquel espacio blanco, y a veces se dejaba caer dentro de los grandes orificios. Le puso nombre a todos los accidentes geográficos del astro que se ve bien de noche, y se sintió muy a menudo dueño del cuerpo celeste.
     La vida transcurría y había mucho qué hacer. Se recortaban cartones y se hacían dibujos en la parte gris, y se copiaban versos de poetas. Luego venía la recolección de las monedas benditas.
      También estaba la construcción de “la Muralla China”, quiero decir, el proyecto de la escalera de la Tierra a la luna… Había mucho qué hacer…
      Pero el viejo fue llegando, poco a poco, a la omega de la vida. Las fuerzas se fueron debilitando, y se fue apagando la luz de la esperanza.
      Hasta que una mañana lluviosa, alguien encontró al viejo tirado sobre el puente peatonal. Estaba sin vida, y de su mochila guinda se le salían los lápices amarillos.
      Los cuates, que eran pocos, lo llevaron a una fosa común. Y lo echaron ahí, después de unos breves rezos. Alguien dijo que su alma se fue volando hacia arriba, hacia la luna.
      La dueña de su vivienda sacó todas las pertenencias del viejo, y algunos amigos, se llevaron algún que otro plato, un vaso o una sartén grasosa.
      Cuando abrieron el desvencijado ropero, se toparon con muchos frascos de plástico, repletos de lápices. Todos esos envases se arrojaron a un gran tambo de basura.
      Nunca de los nuncas se pudo hacer esa enorme escala. El proyecto del viejo se esfumó.
      En una mesa, cerca de su cama, había unos cartones recortados. De un lado estaban los colores de las litografías, y en el otro lado estaban las superficies grises, que se quedaron sin dibujos y sin versos de poetas.
      Han pasado algunos años y sus amigos lo recuerdan. Sufragio Efectivo, el dueño de la tlapalería, mandó labrar unas palabras en la banqueta, afuera de donde vivía el viejo…
      “Hagamos una escalera de la Tierra a la luna…”
     
   

Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)           

1 comment:

  1. La ilustración que se le ha colocado al cuento es espléndida. Parece un honbre desamparado, como hay miles en el mundo nuestro. Yo creo que es el mejor ícono del blog.

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