Por Eduardo Rodríguez Solís
El viejo vivía cerca de una
avenida que tenía mucho movimiento de autos y camiones.
Cuando él llegaba a esa especie
de río que se movía en dos sentidos, y quería pasar al otro lado, tenía que utilizar
un puente, al que le decían “peatonal”.
Estando uno trepado en el
puente, todo vibraba y parecía que se iba a caer. Pero ese puente no se venía
abajo, aunque a veces recibía golpes que lo debilitaban.
Cruzando ese puente, el viejo
recordó que ahí, y sólo ahí, empezó su absurda manía.
Durante un día muy soleado, encontró
unas dos docenas de lápices a mitad del camino. Se veían nuevos desparramados
sobre el cemento.
Los recogió todos y se los echó
en las bolsas de sus pantalones.
Ya en su soledad, en su humilde
vivienda, los observó cuidadosamente.
Pensó que con los lápices se podía
hacer una escalera muy larga. Sí. “Una estructura de madera que empiece en la
Tierra y termine en la luna.” ¿Por qué no?
Subiendo a la luna (pensaba el
viejo), se mete uno en otro universo… Se fracturan entonces costumbres y se
interna uno en otro mundo.
Él, el viejo, veía a la luna
como un gran jardín lleno de flores. Por eso se imaginaba caminando por sus
senderos cubiertos de rocas de río y cortando algunas flores. Eran ornamentos
que hablaban de la vida.
--Hay que embellecer la
existencia –se decía--. Y llenaba su canasta.
Después, estando todavía en
aquel planeta de los enamorados, llegaba a un refugio que tenía, entre unas
rocas inmensas.
Pero había que construir la
escala, y se necesitaban muchos lápices. Al viejo le encantaban sobre todo los
lápices amarillos.
--El amarillo es el color del
sol –se decía.
El viejo, que quería juntar
lápices para subir al jardín de las delicias, se había jubilado de las oficinas
del telégrafo. Siendo muy joven, quiso hacer una bitácora de los mensajes
enviados, pero el tedio y la desesperanza suspendieron la labor.
Sólo le quedaban algunos
recuerdos de su trabajo. Su gorra, su mandil o delantal y cuatro cuadernos con
su truncada bitácora.
Ah, pero había algo de ese
pasado que le hacía sentir un poco de orgullo. Se trataba del hecho de que
cuando fue telegrafista en la frontera, cerca de Ciudad Juárez, conoció a un
colega americano que se llamaba Orso Kelly, y que alguna vez, durante un
periodo de muchas tormentas, firmaba sus mensajes como O. K.
O. K., con el tiempo, se volvió
una costumbre americana. O. K. quería decir que todo estaba bien, y bajo control.
El viejo, con su cheque de
jubilación apenas si subsistía, por lo que tuvo que rascar por aquí y por allá…
Hasta que descubrió que era muy bueno para hacer dibujos.
Buscaba entonces en los botes
de basura cajas vacías de cereal, y recortaba rectángulos del cartón, y atrás,
en la parte gris, hacía sus dibujos. Al pie de cada ilustración siempre escribía
un verso extraído de algún poema.
Luego, se iba a un tianguis o
mercado, que funcionaba los domingos, donde vendía sus dibujos.
Para su creación, lo único que necesitaba era un plumón negro y sus cartones, que compraba en una tlapalería, que era
propiedad de Sufragio Efectivo Álvarez, un oaxaqueño de corazón. Este hombre
casi le regalaba sus plumones. Se los daba a mitad de precio.
El viejo una vez le hizo dos
preguntas: ¿por qué él se llamaba Sufragio Efectivo? ¿Y por qué su
establecimiento era una tlapalería?… Sufragio Efectivo dijo que llevaba ese
nombre porque su padre, al haber visto tantas veces el lema “sufragio efectivo,
no re-elección”, al pie de muchos oficios que llegaban a su escritorio, cuando
era un tinterillo en las oficinas del gobierno, pensó que había descubierto el
nombre perfecto para su hijo.
Enseguida, el oaxaqueño dijo
que tlapalería venía del náhuatl “tlapalli”, que significaba “color para
pintar”, y que en una tlapalería, además de encontrar colores para pintar, se
podían conseguir clavos, tornillos, tablas de madera y muchas cosas que se
necesitan en la casa.
Pues bien, el viejo de nuestro
cuento, empezó a trabajar seriamente en su escalera para llegar a la luna. Se
encontró una mochila color guinda, y se la echó a la espalda… Y en ella empezó
a meter lápices amarillos. Luego, buscó en la basura envases vacíos de
mayonesa, y los lavó con esmero. Ahí guardó también sus lápices.
Después, alguien le regaló un
ropero que, aunque frágil y viejo, podía convertirse en el perfecto almacén
para sus lápices amarillos, luego de ser reparado.
A menudo, soñaba en la
construcción de su escalera, que lo iba a llevar a la luna… Caminaba (en sus
ensueños) alrededor de los cráteres de aquel espacio blanco, y a veces se
dejaba caer dentro de los grandes orificios. Le puso nombre a todos los
accidentes geográficos del astro que se ve bien de noche, y se sintió muy a
menudo dueño del cuerpo celeste.
La vida transcurría y había
mucho qué hacer. Se recortaban cartones y se hacían dibujos en la parte gris, y
se copiaban versos de poetas. Luego venía la recolección de las monedas
benditas.
También estaba la construcción
de “la Muralla China”, quiero decir, el proyecto de la escalera de la Tierra a
la luna… Había mucho qué hacer…
Pero el viejo fue llegando, poco a poco, a la omega de la vida. Las fuerzas
se fueron debilitando, y se fue apagando la luz de la esperanza.
Hasta que una mañana lluviosa,
alguien encontró al viejo tirado sobre el puente peatonal. Estaba sin vida, y de
su mochila guinda se le salían los lápices amarillos.
Los cuates, que eran pocos, lo
llevaron a una fosa común. Y lo echaron ahí, después de unos breves rezos.
Alguien dijo que su alma se fue volando hacia arriba, hacia la luna.
La dueña de su vivienda sacó
todas las pertenencias del viejo, y algunos amigos, se llevaron algún que otro plato,
un vaso o una sartén grasosa.
Cuando abrieron el desvencijado
ropero, se toparon con muchos frascos de plástico, repletos de lápices. Todos
esos envases se arrojaron a un gran tambo de basura.
Nunca de los nuncas se pudo
hacer esa enorme escala. El proyecto del viejo se esfumó.
En una mesa, cerca de su cama,
había unos cartones recortados. De un lado estaban los colores de las
litografías, y en el otro lado estaban las superficies grises, que se quedaron
sin dibujos y sin versos de poetas.
Han pasado algunos años y sus
amigos lo recuerdan. Sufragio Efectivo, el dueño de la tlapalería, mandó labrar
unas palabras en la banqueta, afuera de donde vivía el viejo…
“Hagamos una escalera de la
Tierra a la luna…”
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su
obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)