Foto: Jesús A. Pérez Rementería
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Por Eduardo Rodríguez Solís
Faltaban dos días para la navidad, y Roberto no tenía dinero para comprarle algo a su único hijo, Diego… A él lo contrataba un paisano mexicano para cortar pasto en algunas casas. Pero ese trabajo casi no existía por las heladas de diciembre… Entonces, Roberto se paraba en una esquina, esperando que alguien le diera trabajo… Y eran muchos los paisas que se juntaban en ese lugar… Y los contrataban, si es que tenían suerte, a ocho dólares la hora… Y la labor era cargar, o poner ladrillos con mezcla, o limpiar pisos, o lo que sea… Pero ni siquiera ese trabajo había… La cosa estaba muy difícil…
Entonces se fue a un Dollar Store… Alguien le había dicho que ahí iba a encontrar algo para su hijo… Había de todo… Y todo costaba un dólar, más el impuesto…
Ahí encontró unos animales, de hule, a dos por uno. Había jirafas, tigres, rinocerontes, osos panda, de todo… Y pensó que lo mejor era un tiburón y un jaguar… Eran animales chiquitos… Medían como cuatro pulgadas…
--Este es un buen regalo para Diego –se dijo.
Llegó al pequeño departamento de una recámara, donde vivía con su esposa, que a veces limpiaba casas, y con su pequeño hijo, Diego… Ese departamento lo compartían con tres muchachos, que a veces trabajaban en lo que fuera. Estos muchachos pagaban la mitad de la renta, cerca de doscientos dólares…
Roberto consiguió un poco de papel plateado para envolver el tiburón y el jaguar… Y luego, al bulto le puso una etiqueta con el nombre de Diego…
El regalito lo colocaron al pie del minúsculo árbol de navidad, que tenía foquitos de colores, que se apagaban y prendían…
Llegó la navidad y Diego abrió su regalito… Y quedó encantado con su tiburón y su jaguar… Eran, para él, los mejores animales del mundo…
Se bebió y se cantó cosas de los pueblos que quedaron allá, muy allá. Unos se pusieron impertinentes, como buenos borrachos, y otros lloraron, como niños chiquitos. El Mesías estaba llegando, o ya había llegado, para componer las cosas del mundo… Y Diego, el único niño del grupo, jugaba con sus animales.
Su imaginación se desbordó. El tiburón comenzó a nadar en busca de comida, desesperado. Tenía ansias de meterse algo en sus entrañas… Se lo estaba pidiendo casi a gritos su organismo.
Hasta que por fin, el tiburón encontró a una tortuga joven… Se lanzó sobre ella y partió ferozmente su caparazón. Todavía se movían las piernas de la tortuga, cuando el tiburón logró saciar su hambre, que ya era de varios días.
Por otro lado, el jaguar estaba en la cima de un monte. Observaba el panorama y se limpiaba su piel, toda llena de rosetas, con un punto ancho y negro al centro… El jaguar miraba lo que había a los pies del monte, y recordaba, si es que es posible eso, los treinta y cinco días que caminó detrás de su madre, desde que vio la primera luz…
Quizás un poco inseguro y temeroso, anduvo morando por todos lados…Y pudo jugar con conejos y ardillas, sin que éstos tuvieran miedo, y se fue así hasta detrás de las altas rocas que limitaban el valle… Cuando se hizo de noche, encontró un hueco entre las piedras y allí se durmió…
Al día siguiente, el jaguar llegó hasta una playa, que tenía enfrente una isla encantada… Y vio al tiburón…
El jaguar descubrió un rompeolas hecho con rocas… Caminó hasta el final, mar adentro… Y se detuvo frente al tiburón…
Así era como Diego jugaba con sus animales de hule… Así era como se divertía, mientras los adultos seguían con el escándalo que les provocaba el alcohol.
--Recoge tus animales y vete a la cama –dijo su mamá.
A regañadientes tomó al tiburón y al jaguar, y se fue a meter a las cobijas… Pero su imaginación siguió rodando… Diego y sus amigos llegaron a una cueva, que tenía su entrada de mar… El tiburón se desplazaba con lentitud y él, Diego, le hacía compañía al jaguar… Estaba en la tierra, a orillas del agua salada.
--Me convertiré en tigre o rinoceronte, o ustedes se transforman en animales marinos –dijo el tiburón.
Acordaron que todos se transformarían cada vez que fuera necesario para jugar tanto en la tierra como en el mar. Un tigre, un niño y un jaguar; luego, un caballito de mar, un delfín y un tiburón… Lo importante era disfrutar…
De pronto, la madre de Diego ordenó colocar los juguetes debajo de la almohada y el niño tuvo que cerrar los ojos para dormir.
El sueño fue profundo, absoluto… Con toda claridad, Diego se vio en aquella isla encantada… En unas rocas, donde rompían amablemente las olas, tres sirenas cantaban… Las tonadas eran dulces y los versos hacían recordar los tiempos de los piratas… Se acercaban los bergantines con sus banderas negras y con sus tripulaciones casi salvajes… Gritaban los hombres de caras sucias… Eran maldiciones las que salían de sus bocas desdentadas… Maldiciones por aquí y por allá…
Uno de los piratas, el que vestía de rojo, se subía a lo alto de uno de los palos de un bergantín… Miraba hacia todos lados y daba instrucciones… Había que desembarcar en la isla, para saquearla…
Pero los desgraciados piratas no sabían que ahí no había oro, ni plata, ni alhajas… Todo estaba más pelón que el más pelón de los pelones.
Para entonces, el niño Diego y sus amigos, el tiburón y el jaguar, ya estaban a espaldas de las sirenas. Nadie los podía ver… Y se quedaron cerca del mar, para que el tiburón pudiera nadar.
Dieguito y el jaguar se treparon a una roca puntiaguda, y dejándose salpicar por las olas…Se quedaron ahí, acompañando al tiburón.
Los piratas, encabezados por el que vestía de rojo caminaron, casi marchando, como si fueran soldados, sobre la arena. Iban con los ojos bien abiertos buscando rastros de tesoros… Algunos, con sus espadas al viento, hacían rodar cocos sobre la arena… Se tomaban el agua y devoraban la masa fría.
Se concentraron los malandrines debajo de unas palmeras, e hicieron fuego, calentaron una sopa que habían bajado de un bergantín. Era sopa de pollo, muy condimentada, un alimento que podía resucitar a los muertos.
Cantaron, recitaron y bailaron distintos ritmos. Estaban felices los piratas, y pensaban, de verdad, que iban a descubrir un tesoro escondido.
De pronto, un gran escuadrón de cuervos se acercó a la isla. Iban volando a gran velocidad, pero al ver la mancha de piratas que se movía en la arena, se lanzaron sobre ellos, como si fueran enemigos de siempre…
Los piratas se dieron cuenta del peligro y corrieron a esconderse bajo unos lanchones…Pero los cuervos los obligaron a lanzarse al mar y nadar como locos hasta los bergantines…
Diego y sus amigos, el tiburón y el jaguar, respiraron… El peligro que representaban los piratas se había alejado… Cantaron felices, y las sirenas se unieron a la celebración…
Diego soñaba y a veces se daba vuelta sobre su cama…
Muy arriba de las montañas, cerca de donde habitaba un gigante, había un castillo que tenía muchas torres. Ahí vivía la princesa Soledad, una muchacha que era amiga de todos los seres alados.
En la punta de cada torre había un nido de aves… Se creía que las aves, como volaban bajo el cielo, estaban cerca de Dios. Y mucha gente pensaba que aquel castillo era un lugar de santidad… Y cada día del año se veneraba a un santo distinto…
Un día llegó por allá Diego. Lo acompañaba su amigo, el jaguar… Y llevaban los dos una gran tinaja llena de agua de mar… Ahí iba el tiburón…
Cuando se abrió el portón del castillo para que entraran los viajantes, muchos criados y una pequeña corte, les dio la bienvenida… Y en un gran trono dorado, estaba la princesa, rodeada por muchos pájaros.
--Bienvenidos sean –dijo la princesa.
Enseguida, ocho criados empujaron una gran pileta, que tenía ruedas… La colocaron al centro de la gran explanada del castillo… La llenaron de agua…Y colocaron con cuidado al tiburón…
--Que empiece la fiesta –gritó la princesa… Diego y el jaguar se sentaron a la gran mesa imperial… Y la princesa, al centro de todo, dio instrucciones para que empezara el gran convite.
Se sirvieron las mejores viandas que uno se puede imaginar, y nunca se olvidaron de llevarle algo al tiburón.
Llegaron malabaristas, que aventaron al aire pelotas de colores. Y un cuerpo de baile danzó alrededor de los comensales… Luego vinieron los payasos y los magos, y todo fue una felicidad nunca antes vista…
Al final del espectáculo, pusieron un gran cañón de oro y metieron ahí a un hombre vestido con plumas de colores… Tronó la pólvora y salió volando el proyectil humano hacia no se sabe dónde… Y hubo gritos y aplausos que no tenían fin… Y alguien dijo que la bala humana había caído en la pura cabeza del gigante…
Cantó un gallo, sonaron dos despertadores y Diego abrió los ojos… Metió las manos debajo de su almohada y sacó a sus amigos, el tiburón y el jaguar… Diego, inútilmente trató de reconstruir sus sueños, pero se dio cuenta que no tenía caso hacer eso, ya que la vida tenía que continuar… Los sueños, sueños eran… Y la vida, era la vida…
Se echó un poco de agua en la cara y se puso rápidamente su ropa… Salió al balconcito de su departamento y sintió el calor del sol… Luego se regresó a su cama y recogió a sus amigos, los animales… Y el sol los acogió a todos…
Al tiburón le empezó a gustar su nueva vida. Volteó hacia el sol y sintió que el sol le hacía un guiño…
--Aquí estoy yo y voy a ser tu amigo –se imaginó que decía el sol.
El jaguar se sintió también a gusto en su nueva vida. Y volteó hacia el tiburón y hacia el niño Diego. Y se dijo afortunado por haberse topado con el alma buena de Diego.
---Amigos hasta el final –dijo el jaguar.
El niño Diego estaba muy contento. Se sentía lleno de vida. Y pensaba que sus regalos eran los mejores regalos del mundo…
Con el tiempo, esos pequeños regalos (el tiburón y el jaguar) terminaron en una vitrina donde había muchas piezas de porcelana y una pareja de novios de dulce, de cuando se casaron los papás de Dieguito.
Con el tiempo, las cosas caras, las cosas que queremos tanto, se vuelven casi insignificantes… Casi se borran de la vida… Y se tornan pequeños recuerdos… Son las cositas que nos van quedando de la existencia… Son las piedritas que hemos recogido en el camino…
Con el tiempo, a veces las tiramos a la basura, o a veces las echamos a un baúl…
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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