Por Eduardo Barrios, S.J.
¿Cómo explicar que hay personas que manejan asuntos serios juguetonamente y que al mismo tiempo asumen tan en serio los juegos?
¿Cómo explicar que existen caballeros que peinan canas o lustran calvas que se lanzan a la calle brincando ebrios de júbilo como párvulos a la hora del recreo?
¿Cómo explicar que incluso hombres con nervios de acero, capaces de enfrentar situaciones estresantes durante horas en mesas de negociaciones, tengan que apagar a ratos el televisor por miedo a que su sistema cardio-vascular sufra un desajuste a causa de las bases llenas, acompañadas de dos outs, tres bolas y dos strikes?
Éstas y otras tantas cuestiones exigen respuestas ponderadas. Intentemos desbrozar el camino esperando que intelectos más agudos logren elucidarnos el misterio del deporte.
IMAGEN DE DIOS
Si el hombre es imagen de Dios, como sostiene la visión antropológica del Judeo-cristianismo, habría que buscar en Dios mismo la propensión de los humanos hacia el juego.
Las páginas bíblicas presentan a Dios disfrutando lo que hace. El relato genesíaco muestra al Dios creador procediendo por etapas, un poco como el niño que se concentra en armar o ensamblar un juguete de varias piezas. Hay un texto sapiencial que llega al extremo de presentar a la Sabiduría Divina en actitud lúdica durante el proceso de creación: “Jugaba sin cesar en su presencia; jugaba con el orbe de la tierra, y mi alegría era estar con los hombres” (Proverbios 8, 30-31).
Si Dios juega, también se espera que jueguen sus criaturas, sobre todo las que fueron inspiradas por la naturaleza de Dios, sus imágenes. De aquí se desprende que la propensión a lo lúdico pertenece a la raza humana. Aunque la necesidad de jugar se acentúa en los primeros años (infancia), esa tendencia se mantiene viva durante el resto de la vida, volviéndose a intensificar en la tercera edad (¿segunda niñez?).
Nuestra reflexión nos lleva a concluir que el ser humano no es solamente “homo sapiens”, sino también “homo ludens” [1].
AGRESIVIDAD
Aunque el ser humano sería elegido como reflejo de Dios desde el principio de los tiempos, el hombre debe admitir que la suya no es sino una imagen desfigurada por el pecado, en la que se encuentran actitudes que no reflejan la santidad de Dios, como, por ejemplo, la agresividad. Los seres humanos tienden a reaccionar violentamente en situaciones de conflicto, lo cual desata las guerras.
La agresividad humana se exacerba en tiempos de paz. ¿Cómo encontrarle un cauce no cruento a tan vehemente pasión? Parece que el deporte serviría como válvula de escape a la agresividad reprimida.
De hecho los analistas deportivos suelen valerse del léxico castrense cuando exponen las maniobras del juego en términos de ofensiva y defensiva. Los redactores deportivos también hacen uso frecuente del vocabulario bélico al redactar sus crónicas. Como resulta poco atractivo decir que los jugadores le batearon al pitcher, entonces dicen que lo “bombardearon”. Si, en cambio, el pitcher lanza dominante, entonces “liquida” a los bateadores. Para no repetir que el catcher sacó out a un corredor que estaba en camino hacia segunda base, escriben que “fulminó al osado corredor en su conato de robo”. A veces los cronistas se pasan de raya en su fervor belicista y llegan a escribir que “un equipo aniquiló, trituró, demolió, masacró, aplastó al equipo contrario”. ¡Por favor! Bueno, menos mal que, como dirían los niños, “son guerras de mentirita”.
IMPREVISIBILIDAD
Al ser humano le fascina lo impredecible e imprevisible. El deporte fascina, porque nadie sabe el resultado final. Quienes afirmaban que ganarían los Yankees o los Marlins pecaban de adivinos. No se sabía. No hay equipo cabecero que no pierda juegos, ni equipo sotanero [2] que no gane algunos. El béisbol mantiene en vilo a jugadores y espectadores hasta el último out, porque “el juego no se acaba hasta que se acaba,” como diría el legendario atleta Yogi Berra.
La fascinación por lo desconocido aumenta a medida que disminuye el campo de lo imprevisible. Por ejemplo, nuestros antepasados no sabían el curso que seguirían los ciclones. ¡Cuánto naufragio! Actualmente nuestros meteorólogos caribeños predicen la trayectoria de los huracanes con precisión suiza.
El deporte va quedando como la última frontera para el suspense.
REFLEXIÓN MARGINAL
Es legítimo alegrarse por cada triunfo de los Marlins que nos posibilita saltar como estado (de la Florida) a los titulares mundiales no por coleccionar funcionarios corruptos, narco-tráfico o escándalos faranduleros, sino por algo sano y refrescante como son las hazañas deportivas que nos recuerdan el pasaje bíblico de David y Goliat. Ojalá los funcionarios públicos lograran dotar a Miami de un stadium bajo techo, donde se pueda jugar sin temer a los aguaceros estivos, tan imprevisibles como el resultado mismo de los juegos.
Notas
[1] Este término nos refiere al concepto del “hombre que juega” defendido por el historiador y teórico holandés Johan Huizinga.
[2] La palabra sotanero se utiliza para describir al equipo que ocupa el último o uno de los últimos puestos en la escala oficial de la competencia deportiva.
Eduardo Barrios es escritor y sacerdote de la orden jesuita. Ha trabajado como consejero en el Colegio de Belén y celebrado misas en varias parroquias de la ciudad de Miami. Actualmente oficia en St. Raymond Catholic Church en Coral Gables y escribe artículos controversiales para El Nuevo Herald. (ebarriossj@gmail.com)
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