Thursday, December 18, 2014

GARABATO No. 94


 

    
Por Eduardo Rodríguez Solís

 
      Estaba mirando sin mirar. Tenía los ojos apuntando hacia una ventana. Cerca de él, su gata lo observaba entrecerrando los ojos verdes.
      De pronto, detectó un movimiento en una de las esquinas de la ventana. Entonces, concentró su atención, que estaba adormilada.
      Sí. Ahí estaba una carita risueña. Se trataba de un duende que se sostenía en el aire, como si fuera una luciérnaga. Tenía sus alas transparentes.
      Entonces, el hombre solitario hizo a un lado una cortina que le tapaba un poco la visual.
      El duende, o lo que fuera, se echó para atrás y cruzó los brazos, poniendo cara de ¿asombro?
      Enseguida, el hombre solitario fue para afuera y pudo ver que el duende voló hasta arriba de los arbustos.
      --Baja, no tengas miedo. Yo no como –dijo el hombre solitario.
      El duende entonces voló nerviosamente de un lado a otro, y terminó sus movimientos en el azulejo de una fuente.
      El hombre solitario se acercó y se dio cuenta que el duende era una duenda, que lucía aretes y un collar muy delicado.
      --¿De dónde vienes? –preguntó el hombre.
      La duenda se atrevió a hablar. Y dijo enseguida que ella venía del castillo de la montaña… Ella vivía sola, en la tercera torre, donde había una bandera roja.
      Supo entonces el hombre solitario que el color rojo significaba que ahí, en esa torre, había un ser que necesitaba con urgencia un poco de amor.
      --Yo puedo darte eso que necesitas –dijo el hombre solitario.
      Fue entonces cuando la duende giró varias veces en el aire y se transformó en una muchacha sencilla… Acababa de llegar del campo y traía una canasta llena de flores amarillas y azules. Eran las flores que traen consigo la vida sana.
      --Te voy a regalar un ramito –dijo la joven.
      Y el hombre solitario se quedó con sus flores.
      La muchacha sencilla se volvió a transformar en duenda, y desapareció.
      Desde ese día todo fue diferente en la existencia del hombre solitario.
      Y las flores azules y amarillas, que se colocaron en un florero con agua de lluvia, nunca se secaron. Vivieron por siempre de los siempres cerca de ese hombre que ya no se sintió solo,
      Y lo extraordinario de este cuento es que en sueños y ensueños el hombre se veía con la duende, y le pedía que diera vueltas para volverse la muchacha sencilla de las flores.
      Y lo hacía.
      Este pequeño acto de magia hizo que la vida se volviera absolutamente placentera.


Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).

Saturday, December 13, 2014

EMBRACING INNOCENCE


 
 
 
Reflections
 
Because they are older and have more “power,” they are right and I am wrong.
Because being with the man I love is the most important thing and everything else seems secondary, I am weak and they are strong.
Because I am not a Big President nor own a Business, they are successful and I am not.
Because they travel and offer talks and I like to wash the dishes, they change the world and I don’t.
Because they are in print, what they say is good while my love for you is just a temporarily inconvenient infatuation, and of course, it too shall pass.
Because I don’t hide my emotions nor am I afraid to bleed in the open fields, I am troublesome and naïve.
Because they are convergent thinkers and I am a divergent one, they are more reliable and I am all over the place.
Because I made the choice to love someone even if he wouldn’t come for me, they are wise and I am a fool.
Well, then, a fool will do.
 

Tuesday, December 9, 2014

GARABATO No. 93


 

 
Por Eduardo Rodríguez Solís


      Pues resulta que el hombre siguió haciendo de las suyas. Al infestar los canales de televisión, cable y satélite con materiales no-estabilizados y no-educativos se produjo en el ser humano un retroceso. En lugar de lograr crecimientos en los sentidos y en las fuerzas del individuo, como eran los ideales de los inventores de esas tecnologías de la comunicación, se fue debilitando la gran gama del hombre y, por ejemplo, la visión natural se debilitó en grande. En vez de tener una potencia total de tres kilómetros, esta virtud se redujo a la mitad. Entonces ya no alcanzó a ver, desde el suelo, la torre de observación del Empire State Building (por dar sólo un ejemplo).
      Por eso la desgracia de Juan Polainas Pérez creció en tamaño. El, siendo un experto limpiador de ventanas, al tener un accidente en un piso 67, cuando uno de los cables de acero que sostenían su andamio se rompió, se quedó colgado, sin que nadie se diera cuenta.
      Y esta desgracia le duró treinta años, cuando ya estaba cumpliendo 65 años de andar deambulando en esta tierra divina.
      Y el final de esta tortura, que se pudo resistir gracias a la lluvia y a muchas semillas que le regalaron las palomas que viven en las alturas, se logró cuando Alicia Camposanto, un día abrió totalmente una ventana de ese piso 67.
      --¿Y usted qué hace ahí, colgado? –preguntó la rubia artificial.
      --Soy un limpiaventanas que se ha pasado aquí, colgado, treinta años –dijo Juan Polainas Pérez, cuando estaba viviendo su cumpleaños 67.
      Hombre y mujer (rubia artificial) platicaron mucho tiempo. Ella, asomada a la ventana abierta. El, ya sentado en el pretil de ladrillo, donde caminaban sus amigas las palomas.
      Hablaron de todo. De cómo la gente se salía del cine a la mitad de las películas, de cómo el hombre hacía a un lado un sándwich de jamón con queso, porque ya no había ganas de seguir comiendo, de cómo no se veía el final de una pelota cuando se pegaba un jonrón… Y todo se quedaba a la mitad. Nadie subía una montaña y nadie terminaba de leer un libro. Todo se dejaba a la mitad.
      Pero, extrañamente, uno podía ver bien de arriba hacia abajo. Pero cuando uno lo hacía de abajo hacia arriba, la vista se  empañaba a la mitad de una torre o de un alto edificio.
      --¿Y cómo supo usted cuánto tiempo pasaba en su vida? –preguntó la rubia Alicia Camposanto.
       --Marqué rayitas de sol a sol. Y recién he marcado la raya número 10,950. Todas estas marcas las he hecho en una viga de madera de mi andamio –dijo el viejo Juan Polainas Pérez.
      Entonces la rubia dijo que había que festejar ese cumpleaños 67. Y, como de rayo, fue a un refrigerador y trajo la mitad de un pastel de queso.
      Pero el viejo no quiso meterse al edificio. Quería quedarse ahí, rodeado de sus amigas, las palomas.
      Se cortó la mitad del pastel y cada quien tuvo su buena ración. (Ese pastel sabía a Gloria. Bueno, hay que imaginar vivir treinta años sin pastel de queso. Hay que imaginar eso.)
      Juan Polainas Pérez y Alicia Camposanto se prepararon para bajar al suelo gris de la ciudad. Entonces, antes, el viejo se metió a una regadera y, ya seco y perfumado un poco, la dama del pelo artificial, lo afeitó bien y le cortó el pelo. Luego, buscaron y encontraron en un clóset un traje hecho con casimir “Príncipe de Gales”. Y la prenda le quedó al viejo de primera.
      Y bajaron por el elevador y tocaron el piso gris de la calle, y voltearon para arriba y no pudieron ver ese andamio descolgado.
      Caminaron hasta Central Park y se sentaron en una banca, y se comieron unas donas azucaradas y tomaron café caliente.
      Observaron a un mimo clásico, con su carita pintada de blanco y dos lágrimas que resbalaban de sus ojos.
      Se tomaron de las manos y extrañamente se reconocieron como padre e hija.
      Esto se supo cuando Alicia Camposanto sacó su licencia de manejar.
      Ahí estaba ella retratada con su cabello negro y con su nombre real: Alicia Polainas Pérez.
      Según la Historia de la Ciudad de Nueva York (Editorial Everest. Colección Voodoo) nunca bajaron el andamio que se quedó colgado en el piso 67. Y cuando tiraron el alto edificio para hacer otro más alto y con mejor diseño, los pedazos del andamio de Juan Polainas Pérez se confundieron con los tantos añicos de ese rascacielos que se volvió basura de otro siglo.
      Y la construcción del nuevo edificio dilató siglo y medio, ya que cuando se iba a la mitad del proyecto, y se armaba el piso 100, un cometa se estampó contra la obra, y entonces se tuvo que volver a empezar.

 
Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).
 
 

Saturday, December 6, 2014

GARABATO No. 92


 

    
Por Eduardo Rodríguez Solís


      Siempre de los siempres, Antonio Abogado se iba caminando hasta atrás del cerro de los Zopilotes. Ahí, en un árbol de ramas y troncos fuertes como piedra basáltica, se subía como chango hasta lo más alto. Y, desde ahí, veía los panoramas hacia cualquier punto. Meditaba entonces  sobre todo lo que había vivido. Pero su primer pensamiento era para Azucena, la hija del hacendado Arturo Maizales.
      Ese era su amor perdido, ya que la Azucena nunca le correspondió en amores. Y esto,  seguramente por su raquítico status económico.
      Pero, al estar ahí, trepado “en su árbol”, se sentía el poseedor del amor de Azucena. Y eso nadie se lo podía quitar, ya que los pensamientos son de quien los desdobla y los abre al sol o a la luna.
      Entonces, fácilmente se encontraba con su amada, quien volaba hacia él en forma de una paloma gris que, cuando llegaba al árbol “de los pensamientos”, se volvía la Azucena de carne y hueso.
      --¿Y ahora, por qué lloras? –le preguntaba la mujer.
      --Es que esto es pura imaginación. Es como un cuento de hadas –decía Antonio Abogado.
      --Pero aquí estamos los dos –decía la mujer amada.
      --Pero este mundo que vivimos es falso –decía Antonio.
      Y resulta que un día, estando solo Antonio, arriba del árbol, un viejo de barba larga se le plantó frente a frente.
      Ese viejo era el Señor Fortuna, un personaje de leyenda, que vivía en una cueva al pie del cerro de los Zopilotes.
      De entre sus ropas, este anciano sacó un rollo de pergamino donde estaba escrita la historia de todos los seres de la región.
      Se buscó entonces el nombre de Azucena, y el rollo se desplegó hasta abajo, hasta llegar al suelo.
      Y esta acción hizo feliz a conejos y ardillas, porque pudieron fácilmente leer en el pergamino hechos curiosos de los seres de la región.
      Y cuando el viejo llegaba a la mitad del rollo, encontró el nombre de la amada de Antonio Abogado.
      --Aquí dice que Azucena te tiene en su pensamiento –dijo el viejo, al momento de  mostrar a Antonio Abogado una bola de cristal.
      Y ahí, señores, se veía a Azucena escribiendo muchas veces las palabras “Antonio Abogado”… Y luego se veía a la Azucena bordando esto, muchas veces también, en un rectángulo de seda.
      El viejo, con su largo rollo de pergamino, desapareció y Antonio Abogado se quedó solo arriba de su árbol.
      Entonces, después de muchos suspiros que experimentaba Antonio, llegó la paloma gris, y en el momento de la transformación, las cosas cambiaron.
      Ahora, Antonio Abogado estaba arriba del cerro de los Zopilotes, sentado en un trono dorado. Y, de pie, a su lado, estaba Azucena, con un vestido blanco y una guirnalda de flores amarillas.
      Desde entonces, la gente de esa región montañosa, sabe que los amores de Antonio y Azucena se volvieron poemas y canciones que todos leen y cantan cuando la melancolía los envuelve.

 

Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).

Sunday, November 23, 2014

GARABATO No. 91


 


Por Eduardo Rodríguez Solís


      Iba José Francisco volando.  Y con su propia fuerza, sin impulsores artificiales, daba vueltas cerca de las estrellas, y seguía adelante.
      No se sabía la ruta, y se desconocía el objetivo.
      Y su volar era como vivir, pues no se sabía el final definitivo.
      Pero hizo una pausa ante los ojos de un viejecillo que recogía piedras, en la parte Sur de una estrella fugaz.
      Las piedras que se echaban en una bolsa de colores eran picudas y redondas, y algunas tenían formas de animales.
      Con todo ese pesado cargamento, y con barro que dejó un asteroide, pensaba el viejo hacer una barda para marcar sus dominios.
      Y esta cosa le parecía a José Francisco un absurdo, ya que el viejo de las piedras era el único habitante de la estrella Margarita (ah, porque ese planetito tenía su nombre).
      --Hago la barda, rodeando el espacio que ocupo. De tal forma, si llega un extraño, sabrá que hay límites –dijo el Viejo.
      Entonces José Francisco se elevó y buscó otro lugar en el espacio. Y, detrás de tres estrellas de color amarillo, encontró un planeta alargado, que tenía palmeras a los lados.
      --Aquí encontraré la paz –se dijo José Francisco.
      Pero de un agujero, que se tapaba con una roca plana, se asomó una mujer con cabello afro.
      --Aquí no eres bienvenido –dijo la mujer, al terminar de salir del agujero.
      --Es que necesito descansar –dijo José Francisco.
      --El espacio sideral es muy grande, y en las estrellas y en los planetas desconocidos no se paga renta… Vete de aquí, antes de que te eche a patadas –dijo la mujer del pelo afro.
      José Francisco entonces se puso a llorar.
      La mujer cambió y mostró una sonrisa, y dijo que las lágrimas de José Francisco las iba a poner en un frasco… Y trajo entonces un frasco transparente, de vidrio verde claro.
      --Aquí pondremos tus lágrimas –dijo la mujer.
      Y, con cuidado, recogió las lágrimas.
      Cuando el frasquito se llenó, dijo que ese líquido era bueno para dormir a “pierna suelta”.
      --Te lo frotas en los párpados, y ya está –dijo la mujer de pelo afro.
      José Francisco voló de nuevo, pero perdió su camino, y empezó a pasar por lugares conocidos… Hasta que aterrizó en su propio planeta.
      Tomó las sales que lo hacían volar, y que traía en una bolsita bordada, y vació el contenido en un estanque de aguas claras.
      Se restregó los ojos y se alborotó su cabello. Y, con estos actos, echó a los olvidos los deseos de andar volando sin saber a dónde ir.

 

Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).