Por Eduardo Rodríguez
Solís
Estaba mirando sin mirar. Tenía los ojos
apuntando hacia una ventana. Cerca de él, su gata lo observaba entrecerrando
los ojos verdes.
De pronto, detectó un movimiento en una
de las esquinas de la ventana. Entonces, concentró su atención, que estaba
adormilada.
Sí. Ahí estaba una carita risueña. Se
trataba de un duende que se sostenía en el aire, como si fuera una luciérnaga.
Tenía sus alas transparentes.
Entonces, el hombre solitario hizo a un
lado una cortina que le tapaba un poco la visual.
El duende, o lo que fuera, se echó para
atrás y cruzó los brazos, poniendo cara de ¿asombro?
Enseguida, el hombre solitario fue para
afuera y pudo ver que el duende voló hasta arriba de los arbustos.
--Baja, no tengas miedo. Yo no como –dijo
el hombre solitario.
El duende entonces voló nerviosamente de
un lado a otro, y terminó sus movimientos en el azulejo de una fuente.
El hombre solitario se acercó y se dio
cuenta que el duende era una duenda, que lucía aretes y un collar muy delicado.
--¿De dónde vienes? –preguntó el hombre.
La duenda se atrevió a hablar. Y dijo
enseguida que ella venía del castillo de la montaña… Ella vivía sola, en la
tercera torre, donde había una bandera roja.
Supo entonces el hombre solitario que el
color rojo significaba que ahí, en esa torre, había un ser que necesitaba con
urgencia un poco de amor.
--Yo puedo darte eso que necesitas –dijo
el hombre solitario.
Fue entonces cuando la duende giró varias
veces en el aire y se transformó en una muchacha sencilla… Acababa de llegar
del campo y traía una canasta llena de flores amarillas y azules. Eran las
flores que traen consigo la vida sana.
--Te voy a regalar un ramito –dijo la
joven.
Y el hombre solitario se quedó con sus
flores.
La muchacha sencilla se volvió a
transformar en duenda, y desapareció.
Desde ese día todo fue diferente en la
existencia del hombre solitario.
Y las flores azules y amarillas, que se
colocaron en un florero con agua de lluvia, nunca se secaron. Vivieron por
siempre de los siempres cerca de ese hombre que ya no se sintió solo,
Y lo extraordinario de este cuento es que
en sueños y ensueños el hombre se veía con la duende, y le pedía que diera
vueltas para volverse la muchacha sencilla de las flores.
Y lo hacía.
Este pequeño acto de magia hizo que la
vida se volviera absolutamente placentera.
Eduardo
Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento.
Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene
premios por Banderitas de papel picado,
Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía
pulgas. Su cuento San Simón de los
Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro
Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en
Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).