Por Eduardo Rodríguez
Solís
Pues resulta que el hombre siguió
haciendo de las suyas. Al infestar los canales de televisión, cable y satélite
con materiales no-estabilizados y no-educativos se produjo en el ser humano un
retroceso. En lugar de lograr crecimientos en los sentidos y en las fuerzas del
individuo, como eran los ideales de los inventores de esas tecnologías de la
comunicación, se fue debilitando la gran gama del hombre y, por ejemplo, la
visión natural se debilitó en grande. En vez de tener una potencia total de
tres kilómetros, esta virtud se redujo a la mitad. Entonces ya no alcanzó a
ver, desde el suelo, la torre de observación del Empire State Building (por dar
sólo un ejemplo).
Por eso la desgracia de Juan Polainas
Pérez creció en tamaño. El, siendo un experto limpiador de ventanas, al tener
un accidente en un piso 67, cuando uno de los cables de acero que sostenían su
andamio se rompió, se quedó colgado, sin que nadie se diera cuenta.
Y esta desgracia le duró treinta años,
cuando ya estaba cumpliendo 65 años de andar deambulando en esta tierra divina.
Y el final de esta tortura, que se pudo
resistir gracias a la lluvia y a muchas semillas que le regalaron las palomas
que viven en las alturas, se logró cuando Alicia Camposanto, un día abrió
totalmente una ventana de ese piso 67.
--¿Y usted qué hace ahí, colgado?
–preguntó la rubia artificial.
--Soy un limpiaventanas que se ha pasado
aquí, colgado, treinta años –dijo Juan Polainas Pérez, cuando estaba viviendo
su cumpleaños 67.
Hombre y mujer (rubia artificial)
platicaron mucho tiempo. Ella, asomada a la ventana abierta. El, ya sentado en
el pretil de ladrillo, donde caminaban sus amigas las palomas.
Hablaron de todo. De cómo la gente se
salía del cine a la mitad de las películas, de cómo el hombre hacía a un lado
un sándwich de jamón con queso, porque ya no había ganas de seguir comiendo, de
cómo no se veía el final de una pelota cuando se pegaba un jonrón… Y todo se
quedaba a la mitad. Nadie subía una montaña y nadie terminaba de leer un libro.
Todo se dejaba a la mitad.
Pero, extrañamente, uno podía ver bien de
arriba hacia abajo. Pero cuando uno lo hacía de abajo hacia arriba, la vista
se empañaba a la mitad de una torre o de
un alto edificio.
--¿Y cómo supo usted cuánto tiempo pasaba
en su vida? –preguntó la rubia Alicia Camposanto.
--Marqué rayitas de sol a sol. Y recién
he marcado la raya número 10,950. Todas estas marcas las he hecho en una viga
de madera de mi andamio –dijo el viejo Juan Polainas Pérez.
Entonces la rubia dijo que había que
festejar ese cumpleaños 67. Y, como de rayo, fue a un refrigerador y trajo la
mitad de un pastel de queso.
Pero el viejo no quiso meterse al
edificio. Quería quedarse ahí, rodeado de sus amigas, las palomas.
Se cortó la mitad del pastel y cada quien
tuvo su buena ración. (Ese pastel sabía a Gloria. Bueno, hay que imaginar vivir
treinta años sin pastel de queso. Hay que imaginar eso.)
Juan Polainas Pérez y Alicia Camposanto
se prepararon para bajar al suelo gris de la ciudad. Entonces, antes, el viejo
se metió a una regadera y, ya seco y perfumado un poco, la dama del pelo
artificial, lo afeitó bien y le cortó el pelo. Luego, buscaron y encontraron en
un clóset un traje hecho con casimir “Príncipe de Gales”. Y la prenda le quedó
al viejo de primera.
Y bajaron por el elevador y tocaron el
piso gris de la calle, y voltearon para arriba y no pudieron ver ese andamio
descolgado.
Caminaron hasta Central Park y se
sentaron en una banca, y se comieron unas donas azucaradas y tomaron café
caliente.
Observaron a un mimo clásico, con su
carita pintada de blanco y dos lágrimas que resbalaban de sus ojos.
Se tomaron de las manos y extrañamente se
reconocieron como padre e hija.
Esto se supo cuando Alicia Camposanto
sacó su licencia de manejar.
Ahí estaba ella retratada con su cabello
negro y con su nombre real: Alicia Polainas Pérez.
Según la Historia de la Ciudad de Nueva
York (Editorial Everest. Colección Voodoo) nunca bajaron el andamio que se
quedó colgado en el piso 67. Y cuando tiraron el alto edificio para hacer otro
más alto y con mejor diseño, los pedazos del andamio de Juan Polainas Pérez se
confundieron con los tantos añicos de ese rascacielos que se volvió basura de
otro siglo.
Y la construcción del nuevo edificio
dilató siglo y medio, ya que cuando se iba a la mitad del proyecto, y se armaba
el piso 100, un cometa se estampó contra la obra, y entonces se tuvo que volver
a empezar.
Eduardo
Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento.
Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene
premios por Banderitas de papel picado,
Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía
pulgas. Su cuento San Simón de los
Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro
Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en
Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).
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