Foto: Dora Amalia Pérez Díaz |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Llegaron de muchos
lugares. Vinieron del Norte y de los otros puntos cardinales. Se establecieron
en forma definitiva al descubrir una mina de oro. El tesoro eran dulces,
paletas semitransparentes de muchos sabores. Había de limón, de piña, de
cereza, de otras frutas. Las ponían en
los mostradores del banco que estaba en Fondren Avenue. La gente que llegaba a
depositar o sacar dinero podía tomar una de estas golosinas. Había que quitar
el envoltorio de celofán y a la boca. Mmm. Qué sabroso dulce me regalan.
Cuando las hormigas
descubrieron esta maravilla, corrieron la voz, porque ahí en el banco había
alimento dulce para una comunidad muy grande. Y cuando bajaba el sol, cuando
oscurecía, se iban formando las largas filas. Y no se sabía cuántos miles de
pequeños seres se movían en esas filas indias. Entraban en silencio al banco.
Lo hacían por pequeñas rendijas, por minúsculos orificios que no se ven a
simple vista. Mordían el celofán y se metían a las paletas, y las desmoronaban
poco a poco.
Esta acción duraba toda la
noche. Y cuando empezaba a amanecer todas las hormigas tenían que desaparecer. Se
abría el banco y empezaban los movimientos bancarios. Y los clientes a veces se
llevaban paletas mordisqueadas por las hormigas. Pero la gente no se daba
cuenta que las paletas estaban debilitadas. Quizás se pensaba que los dulces
tenían sus defectos de fabricación.
La comunidad de las hormigas seguía creciendo. Y
ahora había seres jóvenes que venían del Sur. Estos animalillos eran
medio rebeldes.
Un día alguien llegó al banco a hacer unos
depósitos. Cuando terminó sus trámites una empleada le preguntó si necesitaba
algo más. El cliente, al no ver las paletas, dijo que le gustaría una paleta.
Pero que ya no había estos dulces. La empleada dijo que habían quitado las
paletas por las hormigas. El cliente se sonrió y abandonó el banco.
Qué barbaridad. La
rebeldía de las hormigas jóvenes hizo que el tesoro desapareciera. Estos seres
jóvenes no abandonaban el banco cuando la luz del día se hacía presente. Seguían
mordisqueando las paletas y los empleados del banco habían descubierto a los
pequeños ladrones.
Cuando el cliente se fue
sin dulces en la boca, y abandonó el estacionamiento, se veían en algunos
lugares del asfalto filas indias de hormigas que buscaban nuevos tesoros. Esas
filas largas parecían como rayos de un sol lleno de esperanzas.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Este cuento surge de una anécdota personal vivida ante una dependiente del banco, una muchacha, medio gordita, de lentes, super simpática, mexicana... Muy hablantina y siempre sonriente... Un buen modelo que deberían copiar muchos dependientes del mundo, que nunca sonríen, que parece que traen en las espaldas un gran costal de tristezas y "mala vida"... ¿Por qué esos empleados no son como los clowns del circo, que dejan siempre atrás las penas de la vida, para mostrarse ante el público con el alma transparente?
ReplyDeleteY esa foto que han puesto en el blog, es perfecta.