Por Eduardo Rodríguez Solís
Ese chimpancé se llamaba Crucru. Era activo a morir. Le gustaba ser el primero en todo. Era a veces muy arrogante. Pero cuando pasaba una noche de invierno, con frío intenso, se olvidaba de todo y se acurrucaba muy pegado a sus hermanos o los que estuvieran por ahí. Necesitaba el calor de algún cuerpo.
Le encantaba que los niños iban a verlo en esa gran jaula de ese zoológico privado, que estaba en Galveston, muy cerca de Houston. Se ponía como loco y gritaba de muchas formas, levantando los brazos. Y cuando algún niño le aventaba un plátano, se ponía muy serio y comía, de espaldas al público, y luego agarraba las cáscaras y se las arrojaba a los niños…
Pero esos proyectiles que aventaba parecían como strikes de un pitcher de las Ligas Mayores de béisbol… Cuas, y ahí iban las cáscaras de plátano, y le pegaban en la cabeza a un niño… Y el público reía por esa gracia del animal, pero a él como que no le gustaban esas carcajadas infantiles.
Crucru, el chimpancé, a veces se ponía melancólico, y se trepaba a una rama muy alta, y se ponía a observar el panorama, y pensaba en la libertad que no tenía.
Imaginaba que estaba en una selva verdadera, con árboles altos y frondosos, con calor, con humedad, y con muchos ruidos de insectos y pájaros. Pasaba de árbol a árbol con unas lianas largas y fuertes. Andaba ahí con sus semejantes… Y podía correr a cualquier lugar, y nunca se encontraba la desgracia de una reja, como las que tenía en el zoológico.
El dueño del lugar, un tal Robert Fresana, todos los días, muy temprano, llevaba alimentos a los animales. Y cuando llegaba a la jaula de los changos, siempre sonreía, y Crucru, el chimpancé de nuestro cuento, se daba cuenta que ellos, los changos, eran los animales favoritos de Robert Fresana.
Entonces se sentía Crucru muy orgulloso porque era un chimpancé. Y se iba hasta donde había un espejo de agua, y ahí se contemplaba… A veces sonriente… A veces triste… A veces aburrido… Pero se daba cuenta que, a pesar de su estado de ánimo, él seguía siendo un chimpancé, un animal favorito de Mr. Fresana.
Pero Crucru una vez, harto de ser una especie de payaso para los niños, se quiso salir de la gran jaula, para buscar nuevos horizontes en su vida… Y se puso a pensar… “Me voy a salir de esta jaula y me voy a meter a otra.”
En un rincón donde había muchas rocas, se puso a excavar poco a poco… Y esa acción se volvió una rutina diaria… Con sus uñas, que había dejado crecer para facilitar la faena, se iba detrás de las rocas y jalaba la tierra… Y se fue volviendo un experto excavador…
Hasta que hizo el hueco perfecto.
Pero resulta que el buen Crucru tenía miedo de salirse de su jaula. Le faltaba valor, no se decidía… Cambiar la vida no era fácil… (Nada era fácil en esa vida de simio.)
Por eso tomó unas piedras y disimuló el hueco… De ninguna manera quería que Robert Fresana descubriera sus intenciones.
Desde ese día reflexionaba en silencio… “Si me salgo, ¿para dónde me voy? ¿Cuál es la jaula ideal para una nueva vida?” Y en su cabeza daban vueltas muchas alternativas y posibilidades… Pero no se decidía… Le faltaban, quizás, agallas…
Una noche soñó que estaba dentro de un castillo. Era el castillo del Rey Robert I, y la montaña donde se levantaba ese viejo palacio era la montaña de Fresana… El Rey Robert era muy bueno con él, porque siempre le ponía su plato con tres plátanos deliciosos. Él, Crucru, el chimpancé, pelaba los plátanos y, de ninguna manera, arrojaba las cáscaras al Rey…
En una de las torres del castillo estaba encerrada una princesa, que cantaba canciones antiguas, y a veces lloraba… Estaba sola en el mundo y nadie se ocupaba de ella…
Hasta que un día, en otro sueño, apareció una cigüeña. Era el ave que repartía los niños recién nacidos en esa región… Y Crucru, el chimpancé, al parecerle muy bondadosa la cigüeña, quiso hacerse amigo de ella… Pero el ave no hablaba con nadie… Era muda como una tapia.
--Habla, cigüeña. Habla, cigüeña –gritaba el chimpancé Crucru.
Pero la cigüeña permanecía en silencio total.
Ese sueño que tenía Crucru, se repetía todas las noches. Y siempre lo mismo… Las mismas cosas, las mismas canciones de la princesa…
Y en el sueño, el chimpancé, a veces deseaba ir hasta la torre donde estaba la princesa… Pero nunca lo hacía… Le faltaba valor… Agallas…
Imaginaba que llegaba a la torre con un laúd, y se ponía a tocar tonadas del tiempo de Shakespeare… La princesa abría la puerta de sus aposentos e invitaba a pasar al chimpancé… El chimpancé Crucru se volvía entonces el Príncipe Azul de los sueños de la princesa, y se abrazaban, y se hacían promesas de amor…
Pero todo era un miserable sueño o ensueño, donde nada era verdad, donde todo era fantasía y cuento de niños.
Los deseos no se cumplían, porque en los sueños nada se cumple, desgraciadamente… A ese chimpancé le faltaba valor… Agallas…
Hasta que Crucru, el chimpancé, se decidió.
La noche estaba sin estrellas y la luna apenas si se veía. Muy pocos grillos cantaban y muy lejos se escuchaba el sonido de un acordeón. Salía de ahí, de ese instrumento triste, algunas baladas de los tiempos de la alemana Marlene Dietrich. Era música un tanto siniestra y melancólica. Música de amor y desamor.
Crucru se acababa de deslizar por el hueco y ya estaba gozando de una cierta libertad… Y ahora tenía que buscar otra jaula, para iniciar una nueva existencia…
De pronto, el chimpancé tronó los dedos y dijo: “Ya está… La jaula de las cigüeñas.” Y se fue en busca de su nuevo lugar.
Escarbó en una esquina, hasta casi el amanecer… Y se pudo meter… Y se fue cerca de los nidos de las cigüeñas… Y ahí, extrañamente, se encontró, frente a frente, con la cigüeña de sus sueños…
Pero ahora la cigüeña hablaba. Y esto fue lo que dijo:
En los sueños de cualquiera, tengo dos personalidades. Soy una cigüeña que no habla y soy también una princesa triste que está en la torre de un castillo… Pero mi tristeza se puede echar por la borda, puede desaparecer mágicamente, si alguien me declara su amor.
Luego la cigüeña dijo que, de pequeña, ella vivió cerca del mar. Y que le gustaba observar los movimientos de los barcos. Y que cuando hacía esto, se imaginaba a sí misma como una viajera que visitaba muchos puertos…
Y por no obedecer a sus padres, la mandaron a ese castillo, y ahí el Rey Roberto I, la transformó en princesa y la encerró en su torre.
La cigüeña, que ya se había convertido en princesa, le preguntó a Crucru, el chimpancé:
--¿Me quieres o no me quieres?
El chimpancé cortó una margarita y le fue quitando sus pétalos…
--Me quiere… No me quiere… Me quiere… No me quiere…
Y resultó que la quería… Y entonces, le declaró su amor…
En esa gran jaula de las aves se celebró una boda real… La princesa, que ya no se sentía triste, se casaba con Crucru, el chimpancé.
Las rejas y los árboles se engalanaron. Todo se llenó de listones de colores. Y llegaron los músicos y tocaron muchas veces, hasta cansarse, la Marcha Nupcial, que tanto hemos escuchado en las bodas simples y elegantes… Era música que se hizo para “Sueño de una noche de verano”, una obra de William Shakespeare…
Sonaron unas fanfarrias y dos hombres pintados de color plata abrieron la puerta de la gran jaula. Entró por ahí Robert Fresana, el dueño del zoológico, seguido por una veintena de payasos. Eran payasos-malabaristas, que se aventaban antorchas encendidas.
Emocionado, el chimpancé Crucru se subió a una roca y habló lo siguiente:
--Me gusta lo que me ha dado la vida. Me gusta mucho… Pero esta ceremonia nupcial ha sido de reyes. He sabido de bodas y tengo recuerdos de muchas. Pero pienso que la mía ha sido algo excepcional… Y lo quiero agradecer… Porque los dioses han estado conmigo y no me han abandonado… Y si se ven lágrimas en mis ojos, no ha de creerse que estoy triste… Son lágrimas de felicidad…
Toda la concurrencia aplaudió, mientras caía del cielo una lluvia de papeles de colores. Eran papeles que traían leyendas agradables. En una se leía: “La unión de dos seres es una cosa divina. Busca tu unión.” En otra, había lo siguiente: “Estas ocasiones están llenas de sonrisas y de actos celestiales.”
En el centro del zoológico, Mr. Fresana mandó construir un castillo, con tres torres. Ahí se fueron a vivir Crucru, el chimpancé, con su princesa de los cuentos. Llenaron su castillo de felicidad y siempre los grandes portones los dejaron abiertos, porque querían que los caminantes entraran a descubrir la verdadera vida.
Vivieron muchos años, pero no tuvieron familia. Se quisieron conservar como la linda pareja que eran… Cultivaron un jardín muy grande, y sembraron toda clase de semillas… Las flores más hermosas de la región se podían ver ahí… Y los sábados y los domingos mucha gente los visitaba… Y todos regresaban a sus casas con una canastita llena de flores… Eran las flores del amor…
Cuando Robert Fresana cerró el zoológico, liberó a los animales… Y todos juntos (leones, elefantes, changos, aves) se fueron a vivir al enorme jardín de Crucru, el chimpancé, y la princesa… Fueron recibidos de muy buena manera.
Crucru estaba feliz por ver a sus amigos, y la princesa (que ya no era cigüeña) se sentía en el paraíso al estar entre tanto animal amistoso.
Todos los animales que llegaron al jardín y la pareja enamorada, que vivía en el castillo, formaron un mundo nuevo, un mundo distinto, donde todos tenían su lugar… Hicieron de su vida una leyenda… Y esa leyenda se recuerda aquí y en muchos lugares…
Robert Fresana, según se supo, se fue a vivir a un bosque muy lejano, y ahí tuvo la idea de hacer otro zoológico. Y trajo animales de todo el mundo… excepto chimpancés y cigüeñas.
Es que quiso que la leyenda de amor de este cuento fuera única, para evitar que otros chimpancés y otras cigüeñas opacaran la grandeza de aquel idilio... Aquel idilio que se levantó muy por encima de las torres del castillo…
Y dicen que en las noches del castillo, cuando es la hora de dormir, cuando la princesa experimenta sus dulces ensueños, Crucru, el chimpancé de este cuento, come plátanos, de espaldas a los niños… Y luego, arroja las cáscaras de la fruta, como si fuera un pitcher de Las Ligas Mayores… Y se oyen los gritos de felicidad de los niños, como en aquel primer zoológico de Mr. Fresana…
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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