Por José Manuel Domínguez
A P.J. por el recuerdo de la hoguera
I. Pobre Ares. Se había hecho tantas ilusiones… Hasta nosotros comenzamos a pensar que era posible que él y Anaida se empataran; uno nunca sabe. Pero no. Para Anaida no había llegado el momento de empezar a lavarle calzoncillos a un novio. Ella no era de ese tipo. Era más alante, sí, pero todos nos equivocamos.
Ares esperó el momento perfecto para declarársele. Había tenido que aguantarse hasta que otros dos o tres fueran bateados con el no rotundo de Anaida que debía doler muchísimo, porque era linda esa muchacha. Linda de verdad y hasta nos desazonaba verla sola.
--No es justo que una muchacha como ella no tenga novio. Hay que hacer algo caballeros…
Y el momento llegó: noche de viernes. Al otro día no teníamos que ir al campo; por suerte, porque los sábados siempre se trabajaba medio día. Lo que pasó fue que no paraba de llover, y para el sábado habían anunciado un frente frío que venía con granizo y todo. La gente estaba tan feliz que hasta las hembras se habían puesto a jugar pelota debajo de la lluvia. Anaida miraba el juego y alentaba a las amigas pero no jugaba. Las amigas la adoraban y agradecían que aunque no jugara, diera gritos y abucheara al equipo contrario. Tenía algo especial, algo que la hacía muy especial, pero sin bulla. Verla a ella de líder nos tenía a todos hipnotizados, mirando desde la ventana del albergue. Las hembras lo sabían; se sabían observadas y deseadas, aunque a los 17 años hasta el deseo es inmaduro, imperfecto. Con su camiseta roja y una gorra que le quedaba muy sexi, el moño de pelo castaño saliendo por la abertura de la gorra y la ropa mojada por la llovizna que se le pegaba al cuerpo hacía que ella y todas las demás se la pasaran moviéndose, despegándose la ropa y mirando de reojo al albergue a ver si todavía los varones estábamos en las ventanas…
--Qué ojos tan lindos tiene, flaco, ¿no?--, le dije a Ares que se limpiaba la boca con el dorso de la mano cubierta de vellos gruesos.
Me parece estarla viendo ahora, después de tantos años. Es que aquella tarde fue inolvidable. Yo lo sabía, estaba consciente de lo que estaba pasando y me decía: “Este es un momento que no voy a olvidar nunca”; y casi nunca fallaba con esas cosas.
Ah, que felicidad no tener que trabajar al otro día, gracias al mal tiempo bendito. La escuela al campo ya casi se estaba terminando. Había ambiente de fiesta en el campamento por todos lados: la risa de ver a las hembras jugando a la pelota, los maestros tomando ron con algunos de los estudiantes, la música que alguien hacía sonar temprano en la radio, y sobre todo, el olor a lluvia… El tono verde más oscuro iluminado por el último sol de esa tarde me hacía sentir como el tipo más afortunados de la vida. Yo miraba a Ares, a Yordano, a los jimaguas, y pensaba en silencio en lo rico que era estar vivo. Entonces apareció Leonel, el profe de Geografía:
--Apúrense muchachos que en 5 minutos comienzan a servir la comida.
--En 15, profe. Dénos 15 minutos que no nos hemos bañado todavía.
--Voy a mandar a parar el jueguito de las niñas ya, porque si no vamos a tener que cerrar muy tarde el comedor. En 10 minutos sirvo la comida y se acabó. El que no esté en la fila a las seis y media se queda sin comer.
-- ¡El último es la peste! --dijo Yoselis.
--Caballero, ¿quién me presta sus chancletas? Yo me baño rapidito…--, se apresuró a decir Yordano.
--Yorda, a ver si me prestas el pulóver tuyo de camuflaje esta noche--, pidió Ares sin abrir mucho la boca para hablar.
--¡Jum!, este huevo quiere sal…--, escuché decir a Michel desde la litera de al frente.
--Este tipo siempre tiene la oreja pará--, replicó Ares entre dientes, y creo que fui el único en oírlo.
II. Le di de mi colonia, sí, y se echó gel y todo en los pinchos, pero nada: “strike” cantado por el centro. Otro más para la lista de Anaida. Nadie lo podía creer. Pobre Ares: estaba hecho leña.
El sábado por la tarde, sin mucho alboroto, pidió permiso para ir a visitar a los tíos que vivían en Los Palacios, y se fue. Según él, su mamá había dicho que el domingo no vendría, y entonces nos pusimos de acuerdo para ir a esperarlo al entronque cuando regresara.
La última guagua pasaba a eso de las siete. Después de esa hora, no había nada más hasta el otro día, pero la cosa se puso buena el mismo sábado por la noche. Quedaban tres o cuatro gatos en el comedor viendo la segunda película, y casi todo el mundo ya se había acostado cuando entró Gustavo Pardo, el director del campamento, un gordito calvo que se movía como un pingüino dando alaridos y moviendo los brazos en todas direcciones:
--¡De pie, de pie, que viene gente!--. Era su grito de guerra, y avanzaba balanceándose y dando golpes contra los tubos de las literas, poseído.
Así nos había despertado otras dos veces en esa misma escuela al campo para avisar que venían los caballistas. Los tipos pasaban a caballo por frente al campamento, daban gritos y lanzaban piedras y teas encendidas contra los albergues y el comedor. Luego desaparecían con la promesa de que volverían, en el peor estilo de las películas del sábado. Lo peor era cuando entraban al campamento. Aprovechaban que la gente estaba distraída con dos o tres de ellos que corrían de un lado a otro por el camino, mientras alguno, a veces el más atrevido se metía por atrás, daba una vuelta y desaparecía volándose alguna cerca. Sin embargo, la gente estaba más o menos organizada. Sabíamos que cuando venían los caballistas había que correr al comedor a buscar bandejas. Y las bandejas salían volando como un platillo, y al caballista que le diéramos un viaje… Pero era difícil. Se movían muy rápido y las bandejas pasaban de largo al otro lado del camino.
--¡De pie, carajo, que viene gente! ¡De pie!--. Repetía el director a voz en cuello.
Salimos en tropel por el frente del albergue y entonces lo vi pasar de largo. No venía nunca de frente. Era uno solo y se cuidaba muy bien de los tiradores de bandejas. Pero pasó un buen rato, un cuarto de hora o algo así, y no volvió a aparecer. Los profesores les dijeron a los muchachos de doce grado que se quedaran vigilando, acostados ante la cerca del campamento. El resto, los de décimo y onceno nos fuimos dispersando poco a poco. Se nos ocurrió ir a visitar a las hembras antes de acostarnos pero primero fuimos a lavarnos las manos, Yoselis, el Yorda, y yo. Llegamos a los lavaderos que estaban al fondo del campamento, un lugar más oscuro que el resto de las otras áreas, iluminado por una bombilla incandescente, casi anaranjada y a punto de fundirse. Entonces Dioscelis tuvo una de sus ocurrencias:
--Caballeros, ¿se imaginan que se nos aparezca el caballista por acá atrás?
Casi intuitivamente, al mismo tiempo, como si la mirada de ese tipo hubiera sido capaz de calarnos a todos hasta los huesos, levantamos los ojos. Allí, del otro lado de la cerca, estaba él, mirándonos como una criatura extraña, como si viera por primera vez a tres seres humanos.
Nos quedamos mirándolo paralizados, sin saber qué hacer, ni poder movernos del miedo. Nadie se atrevió a gritar, ni a salir huyendo. Era una figura blanca, con el rostro apenas perceptible, pero la forma del caballo y su silueta con la cara cubierta estaban claras. Los cinco segundos en que el corazón y la respiración se paralizan duraron una eternidad. Entonces, el caballista se fue en silencio, como si estuviera triste, lentamente, como si supiera que no íbamos a dar la voz de alarma. Era como un regalo que nos había hecho:
--“Ustedes son los únicos que me van a ver así.”
Nos quedamos paralizados medio segundo más y luego nos fuimos de allí como pudimos. A través de una de las ventanas del albergue de las hembras vi a Anaida con los ojos enrojecidos. Las señales de la histeria todavía se veían por todos lados y cada una contaba el cuento como le daba la gana, menos Anaida que parecía más tranquila.
--Pero vieron a uno solo, ¿no?--, pregunté yo.
--¡Claro Madrigal, pero si no te estamos diciendo que casi se mete dentro del albergue!--, me contestó Yipsy, --Maité, Anaida y yo íbamos saliendo en ese momento, cuando lo vimos de frente--. Las dos muchachas se quedaron calladas y nosotros nos volteamos a esperar lo que Anaida iba a decir, pero siguió en silencio. Maité salió de atrás de una maleta de ropas hablando a gritos, y entonces uno de nosotros les dijo que lo acabábamos de volver a ver. Las profesoras dijeron que iban a apagar las luces y nos mandaron a dormir.
III. El domingo también amaneció lloviznando y a eso de las seis Yordano y yo nos escabullimos sin que nos vieran los profesores para ir hasta el entronque a encontrarnos con Ares. Lo extrañaba. Tenía ganas de hacerle el cuento del caballista.
Marabú y malezas inútiles eran lo único que había por todo aquello, hasta que justo a medio camino entre el campamento y el entronque, aparecía una granja de ocas. Más allá, en terrenos un poco más altos, estaban las vegas de tabaco, invisibles desde esa parte del camino.
Al llegar a la parada, nos guarecimos en la caseta; ni sombra de guagua, ni carreta, ni caballos tampoco, gracias a Dios. Nada que se moviera. Era una de esas tardes en que el sol había sido gris por un día entero.
-- ¿Faltará mucho para las siete?--, le pregunté a Yordano.
--No creo--, me dijo, --pero tengo la impresión de que estamos aquí perdiendo el tiempo.
--Oye, que la guagua procure pasar rápido, porque si no me voy echando pa’l campamento; que Ares regrese solo.
--La guagua no va a pasar.
--¿Qué dices?
--En un rato empieza a oscurecer, Madri --, me dijo el Yorda tirando bolitas de papel mojado a un charco frente a nosotros como si estuviera melancólico.
-- ¿Qué te pasa?
-- Nada, vámonos.
La guagua nunca pasó. Estaba claro que no pasaría con el tiempo tan malo que había estado haciendo durante todo el fin de semana. Por lo menos eso fue lo que nos dijimos para no sentirnos culpables. Corrimos por el camino tan rápido como la llovizna y el fango nos permitieron. Atravesamos por un trillo que había por dentro del marabú, un atajo que nos había enseñado un jefe de campo. De allí al campamento todo nos era mucho más familiar, pero la cantidad de fango era mayor.
Llegamos a la primera casa de tabaco cuando ya era casi completamente de noche. Las puertas se habían quedado abiertas de par en par y el tabaco seguramente se habría humedecido. El Yorda y yo miramos adentro por un instante, sentimos el olor dulzón del tabaco húmedo que se mezclaba con el de madera quemada. La sorpresa no estaba dentro de la casa oscura sino fuera. Allí, casi al lado de la casa de tabaco, vimos los restos de una hoguera. Nos paramos bajo la lluvia a contemplar maravillados el fuego que estaba ardiendo todavía dentro de algunos de los troncos y los tizones encendidos. Hasta hoy, ese es uno de los grandes misterios que conservamos en la memoria el Yorda y yo. De vez en cuando hablamos de eso, aparece en algunas historias de cosas raras que nos sucedieron y seguimos sin entenderlo. ¿Quién había encendido esa hoguera allí, al lado de la casa de tabaco, a espaldas del campamento, y cómo era que seguían esos tizones encendidos? El que fuera, la había abandonado hacía poco, o tal vez alguien, alguno de los pocos padres que vinieron de visita, la había encontrado y la habían vuelto a avivar. Acercamos las manos un instante, atraídos por el calor, por la luz que salía de allí, y una sensación atávica, familiar nos recorrió. Hice la pregunta que el Yorda no se atrevía a hacer, pero que estaba flotando en el aire, imposible de ignorar:
-- ¿Quién encendió esto? ¿Tú crees que alguno de los padres haya venido hasta acá y se haya puesto a cocinar aquí?
-- ¿Debajo de esta lluvia? Me dijo el Yorda. ¿Tú estás loco Madrigal?
--¿Y entonces?
Nos miramos en silencio y sentimos el miedo otra vez; el mismo miedo que habíamos sentido la noche anterior ante el caballista, y el miedo a la soledad, a la noche, a la lluvia. Miré alrededor para asegurarme que nadie nos observaba pero estábamos solos; en medio de un campo desierto, aunque el campamento estaba al otro lado del campo, atravesando el camino.
--Esto es lo mismo que deben haber sentido los hombres al principio de los tiempos--. Fue lo que se me ocurrió decir, siguiendo un impulso de filosofar que me sacudía violentamente de vez en cuando.
-- No hables más basura y corre--, me respondió sin piedad.
Cuando llegamos al campamento, Ares estaba allí, fresco como una lechuga: el mismo de siempre. Como si nada hubiera pasado, como si nos hubiéramos visto diez minutos antes. Nosotros enfangados, todavía con algo de pavor en el alma y él limpio y radiante.
--Cabezón, ¿y tú por dónde viniste?
--Por el camino. ¿Por dónde iba a ser?
--Imposible--, le dije, --cuando regresamos la guagua no había pasado, atravesamos por el trillo de Amparito, ¿y tú llegaste primero que nosotros…?
Ares se quedó mirándonos como si fuéramos unos extraños, unas criaturas que viera por primera vez.
--No sé lo que hicieron ustedes, pero yo vine por allí--, dijo señalando al camino, oscuro y anegado.
José Manuel Domínguez es
director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el
Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el
año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa
Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.
gracias Jose! que recuerdos!
ReplyDelete