Por Eduardo Rodríguez Solís
El
oso era muy grande y voluminoso, de color café. Se llamaba Hormiguita, y
bailaba zapateado, casi como un español. Divertía a la gente, al moverse al
ritmo de un tambor. Y, a veces, cuando zapateaba, hacía vibrar el suelo, y la
gente lo notaba, y algunos hasta pensaban que estaba temblando.
Su
amo, su dueño, El Gran Roco, era un viejo, que cuando joven, trabajaba como
trapecista en un circo. Pero dejó los columpios, a raíz de una caída, que le
provocó muchas fracturas. Luego, tuvo que vivir de la limosna… Pero una ex-compañera
del circo, una vez le regaló un oso que parecía de juguete…
El
oso creció y creció, hasta volverse monumental… y aprendió a bailar al son de
un tamborcito.
Un
día que andaban en un parque, se le ocurrió al Gran Roco, poner un sombrero,
para recoger limosnas. Y se juntó algún dinero… Se tocaba el tambor, bailaba el
oso café (que se llamaba, como sabemos, Hormiguita) y la gente echaba monedas o
billetes en el sombrero…
Caminaban por toda la ciudad. Y, a veces, cuando andaban lejos de su
casa, se quedaban recostados en cualquier lugar, y se daban calor, en tiempos
de frío, con un sarape de Saltillo, y se acurrucaban juntitos.
Y si
llegaban a su casa, que estaba por el Cerro del Chiquihuite, dormían como Dios
manda, pues cada quien tenía su camastro.
Algunas veces, la gente se compadecía, y les daban un taco con un poco
de café de olla. Y si a alguien se le ocurría tomar una foto del acto
artístico, había dinero de más, que se agradecía.
El
viejo, El Gran Roco, todavía se acordaba de sus buenos tiempos. Y se veía
balanceándose en el trapecio… Los saltos eran espectaculares, pero lo bueno era
al final, cuando se echaban las redes al suelo, para efectuar “el paso de la
muerte”, donde a nadie del público se le permitía respirar.
Qué
épocas aquéllas, cuando la gente quería postales de los trapecistas… Cuando El
Gran Roco y sus compañeros eran ídolos de los niños… Cuando salía del circo y
lo perseguían sus fans… Y le llevaban galletas, chocolates, una bufanda, unos
guantes… Cuando algunas le confesaban su amor apasionado…
Y se
acordaba el viejo, cuando una muchacha millonaria lo secuestró y se lo llevó a
una casa en Cuernavaca. Y ahí, le puso esposas en manos y pies, y lo acostó en
una cama tubular, fijando los extremos de las esposas en algunas partes de la
cama… Eran tiempos de fama, que ya se habían ido con los años.
Aquella millonaria se llamaba Doris, y era una copia no muy buena de
Marilyn Monroe. Se vestía igual, se maquillaba igual, y hasta hablaba sexi y
pausadamente.
Pero, ahora, que la decadencia había llegado a la vida del Gran Roco,
sólo le quedaba la cabeza llena de recuerdos y, en una de las puertas de su
ropero, un recorte con la efigie de la Marilyn.
Por
eso, a veces le decía a Hormiguita, el oso café, que aquella rubia
despampanante había sido su novia. Y Hormiguita, que entendía el lenguaje de su
amo, volteaba hacia el ropero, posando sus enormes ojos sobre la estrella de
Hollywood. El oso daba con sus patas unos golpes en el piso, y las paredes se
tambaleaban.
Un
día, luego de presentarse en una plaza, al Norte de la ciudad, Hormiguita sintió
que algo le daba vueltas cerca de los ojos… un insecto…un mosquito... Y el oso
trató de capturarlo.
--Me
va a picar, y me va a chupar sangrita –se dijo el oso.
Hormiguita entró en la desesperación y se golpeaba con las patas delanteras, para
ver si el mosquito caía muerto… Pero, nada. La molestia seguía, vueltas
y vueltas…
Esa
noche, cuando llegaron a su casucha, y se tiraron a sus camastros, Hormiguita miraba
el techo de lámina corrugada y le daba gracias a los dioses porque tenía al
Gran Roco, que lo cuidaba y le daba sus buenos alimentos… De pronto, escuchó un
zumbido que se acercaba y luego se alejaba…
--Es
el maldito mosquito –se dijo Hormiguita.
Y el
zumbido proseguía y cuando se aproximaba al oso café, se agudizaba… Entonces el
oso movía sus manos y mandaba a los diablos y al infierno al insecto que molestaba. Y, que si lo dejaba, le iba a sacar un poco de sangre.
Hasta que el zumbido se esfumó, y todo se volvió un silencio absoluto,
un silencio de varias horas.
Entonces Hormiguita escuchó una voz que le hablaba al oído.
--Hey, amigo. Aquí hay alguien que quiere ser tu cuate.
El
oso volteó a todos lados y no encontró a nadie… Todo era muy extraño… ¿De dónde
salía esa voz?
--Hey, amigo. Aquí estoy, en la punta de tu oreja.
Se
dio cuenta que el mosquito hablaba.
--¿Y
qué es lo que quieres? –preguntó el oso.
El
mosquito dijo que el mundo de los insectos estaba en crisis, y que ya nadie
tenía lo que antes se tenía.
--¿Y
qué es lo que antes se tenía? –preguntó el oso café.
El
mosquito dijo que antes, alguien como él, por ejemplo, podía posarse sobre
cualquier cuerpo y chupar un poco de sangre. Pero, ahora, eso ya no era
posible, pues existían los insecticidas y los matamoscas.
--El
insecticida te mata como en los campos de concentración, y el matamoscas te
apachurra y te hace torta –dijo el mosquito--. Y yo no quiero morir, todavía
estoy muy joven.
--¿Y
qué quieres? ¿Por qué te has acercado a mí? ¿Por qué no buscas en otros
lados? –preguntó Hormiguita.
--Ando buscando hábitat, y tú me lo puedes dar –dijo el mosquito--. Eres muy grande, donar unas gotas de tu sangre no te va a matar…
El
oso café pensó un poco y se dio cuenta que el mosquito tenía razón… Un oso
grande como él podía compartir, proveer espacio… ¿Cuál era el problema?
El
oso le preguntó al mosquito cómo le pagaría el alquiler.
Hubo
una pausa larga y el mosquito dijo:
--Pues
yo, por las noches, cuando todo esté tranquilo, puedo recitar poemas. Me sé
muchos… Y puedo inventar otros.
El
oso aceptó la propuesta y firmó un documento.
Estaba encantado el mosquito. Había encontrado hábitat y ya tenía
resuelta su alimentación. Su mundo era ahora enorme y hasta se podía perder en
él. La sangrita era de primera clase, porque el oso se alimentaba bien gracias
al Gran Roco.
Hormiguita también estaba entusiasmado, pues iba a conocer la poesía del
mundo entero. Escucharía versos de amor, y descripciones de paisajes hermosos.
El
mosquito chupaba sorbos de sangre caliente… Y el oso Hormiguita escuchaba versos
de García Lorca:
Noche de cuatro lunas
Y un solo
árbol
con una sola sombra
y un solo pájaro.
Busco en mi carne
las huellas de tus labios.
El manantial besa el viento
sin tocarlo.
Esos
días de intercambio fueron muy agradables. Cada quien tuvo lo suyo y nadie se
podía quejar. Cada quien tenía su propio tesoro, inagotable… Eran tesoros
únicos… Tesoros que no se encontraban fácilmente… Tesoros de cada quien…
Pero
El Gran Roco una tarde se tropezó con una piedra, cayó al suelo, y no se pudo
levantar. No podía mover las piernas y apenas si levantaba los dedos de las
manos.
En
una destartalada ambulancia se lo llevaron a casa. El oso iba corriendo detrás
del vehículo, acompañado de su inquilino, el mosquito.
El
Gran Roco ya no pudo salir a las calles, a ganarse el pan nuestro de cada día.
El pequeño mundo se acababa. Casi se le ponía punto final a una larga
existencia. Casi se acababan los frutos del árbol…
La
triste noticia llegó al circo, y los amigos del Gran Roco les llevaron de
comer. Alguien aconsejó al viejo que había que trasladar al oso café al zoológico
y donarlo, porque ya no había dinero suficiente.
En
el zoológico, Hormiguita tuvo que convivir con otros osos. Unos eran color
café y otros eran blancos, buenos
animales… Pero Hormiguita tenía algo que los otros no tenían… su amigo, el
mosquito, recitándole poemas cada noche al oído.
Poco
después, El Gran Roco, tuvo que hacer el viaje que todos haremos… Se fue al
cielo o al infierno… Y sus restos mortales fueron transportados a un pequeño cementerio
que está en la cumbre del Cerro del Chiquihuite… Sus amigos del circo le
llevaron muchas coronas con flores de todos colores… En una de las cintas
moradas se leía “adiós, trapecista de todos los circos”.
Hormiguita nunca supo del amargo suceso… conviviendo con aquellos osos buenos…
mientras el mosquito habitaba en su pelaje, extrayendo de vez en cuando un poco
de sangre caliente. En las noches, el oso escuchaba versos fabulosos, la
medicina que necesitaba para vivir mejor…
Y, a
veces, cuando los niños lo iban a ver, especialmente los domingos, él se ponía
a bailar como español, e imaginaba que El Gran Roco tocaba su tambor… Se
le daban golpes duros al tambor y esos ruidos que sonaban como un corazón
palpitando se elevaban en el aire…
El
oso se acordaba de su casucha y de las grandes caminatas que hacía junto al
Gran Roco… Y le parecía ver un sombrero en el suelo, que se iba llenando de
monedas… Monedas divinas, monedas de todos los tamaños, que servían para
comprar pan, leche, papas, jitomates y bombones.
Y la
lluvia de monedas se iba debilitando… Porque la lluvia algún día se tiene que
agotar…
Eduardo
Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el
primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San
Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro
Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)